First of all, decir que ver Casablanca hoy día es ver un mito. A día de hoy, todo enfrentamiento crítico por parte del espectador implica naturalmente un punto de vista descentrado, coaccionado fundamentalmente por el ingente marketing que rodea a un producto de tamaña envergadura, en cuanto a influencias y seguidores se refiere, claro. Cuando comienza una película como ésta las sensaciones suelen dividirse en dos extremos:
Por un lado se encuentra la veneración cinéfila que aguarda el deja vú de aquello que ya le ha sido desvelado por los media y que sólo requiere ser justificado como mito. En este sentido “Touch it again” se revela, de nuevo, como profundamente significativa. Sintetiza la pulsión mitológica y ritual que marca este prototipo encarnado en Casablanca a través de diálogos plagados de letanías como puñales o souvenirs (Yo también vi Casablanca, I (corazón) Casablanca), cuya proferencia repetitiva revela el miedo al Heimatlossigkeit y el deseo de pertenecer a una comunidad en el sentido ortodoxo del término. También cumplen, como ya he dicho, un papel muy importante los actores reconocibles no como personajes, sino como actores, esto es, la importancia de que Humphry Bogart se interprete única y exclusivamente a sí mismo. Hay un profundo deseo de tocar de nuevo lo ya vivido, escuchar unas palabras mágicas que aparentemente fueron el culmen de la sensibilidad “antigua”. En definitiva: tenemos un profundo e irrefrenable deseo de redescubrir el Mediterráneo, aquello que forma parte de erario público, de la historia del cine, ese sistema de herencia cultural del cual tiene derecho a participar todo hijo de vecina.
Por otro está el extrañamiento producido por un cierto anacronismo sensológico. A día de hoy el visionado de Casablanca revela una profunda escisión entre los mecanismos de producción sentimental esgrimidos por el establishment en 1942 y la escasa capacidad de soportarlos propia del público contemporáneo. Mi hermana, por ejemplo, apenas aguantó, antes de marcharse, 5 minutos del clímax, cuando llega a su culmen la profusión de abrazos, lágrimas, fraseología lapidaria, primeros planos de rostros desencajados, giros ¿inesperados? de la trama y pistolas (por cierto, ¿por qué todo el mundo va inexplicablemente armado?). Todo ello, en vez de potenciar la capacidad expresiva de lo proyectado, no hace más que restarle verosimilitud a un film por otro lado carente del mismo. No me refiero aquí al hecho constatable de que en un mismo plano un personaje aparezca con dos chaquetas o a la escasa coincidencia histórica con los hechos acontecidos, cosa que al espectador medio apenas importa; éste acepta un contrato tácito e implícito según el cual la ficción aparentemente no opera con los mismos códigos significativos que la realidad. Me refiero a la falta de verosimilitud -algo fundamental para la identificación catártica del espectador, tal y como fue analizado en la Poética de Aristóteles, cuyo contenido ha sido asumido palabra por palabra por parte de Holliwood- que lastra un film plagado de contradicciones argumentales y psicológicas. Qué decir respecto al “inesperado” final donde el protagonista sacrifica su particular historia de amor en virtud de una Historia, la del sacrificio por la Resistencia francesa, que no sucedió. Como dijo Fernando Castro en este mismo espacio al hilo de la película “El Caballero Oscuro”: “La patética decisión de salvar a la justicia en vez de al amor no va contra el erotismo platónico ni contra la Teogonía de Hesiodo, es la pura coartada del "ideólogo"”.
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