miércoles, 27 de enero de 2010

ASEDIAR PARA DEFENDERSE, ASEDIARSE PARA NO SER DEFENDIDO




Se acabó la guerra, las palomas negras encanecen y los mutilados entierran sus miembros
                                                                                                                       Miguel Ángel Curiel
Y ahora danos una muerte honorable, vieja madre prostituida, Musa
                                                                                                                         José Ángel Valente


Si nos tomáramos en serio la vida, estaríamos siempre a la defensiva. En guardia, al tanto, sin un momento para la relajación o el descanso. Tendríamos siempre el escudo puesto, la coraza, el artilugio, seriamos inexpugnables. Pero no nos tomamos la vida en serio.
En la antigua Roma había una práctica militar muy utilizada en los asedios por las legiones llamada la tortuga. Dicho ejercicio consistía en que se cubrían con sus escudos solapándolos a modo de caparazón. Mientras que la primera fila de hombres protegía el frente de la formación con los suyos, seguidamente los levantaban hasta el centro de su cara. Si fuera necesario, los soldados de los flancos y los de la última fila podían también cubrir los lados y la parte posterior de la formación, aunque entonces la protección de la capa de escudos que cubría el cuadro no se cerraba totalmente al reducirse su número. La tortuga era una práctica lenta, pero segura, como una suerte de bunkerización primigenia. El bunker es, junto a la tortuga, sin duda el gran ejemplo de locus para la defensa, aquello que se socava en la tierra y que no deja lugar para la fractura, la llaga, la herida o el hueco: “no se agota su imagen en lo que sería una concentración de energías –escribe Fernando F. de la Flor-, en una utopía máxima de la defensa, puesto que podemos también atribuirles a estas estructuras la posibilidad de convertirse también en un centro coordinador del ataque; la razón misma de ser de la pujanza en la que se sostiene toda idea de retaguardia. Sucede que la organización y la logística de un territorio pueden ser coordinadas –y, más allá de ello, enteramente dominadas– desde estas células poderosas. No conviene menospreciar esta capacidad del búnker; después de todo, sabemos de su precedente arqueológico, los castillos, que, en tanto que edificios molares del Antiguo Régimen, sostuvieron por entero el orden feudal, y a ellos les estuvo confiada la salvaguarda de todo un sistema social”¹.
No, no nos tomamos la vida en serio. Si así fuera, no saldríamos nunca del bunker. ¿Para qué? Si todo está lleno de gilipollas, farsantes, zoquetes, idiotas, tuercebotas, mediocres, absurdos y patéticos que aparentemente solamente quieren jodernos. Gentes de mala fe que mienten y engañan, sin saber que la defensa de los valores es simplemente cumplir con la palabra dada, por ejemplo.
En La caída de los dioses (1969), Luchino Visconti nos cuenta una historia inspirada en la poderosa familia alemana Krupp, magnates del acero antes de la Segunda Guerra Mundial. A la llegada del nacionalsocialismo, la familia se ve inmersa en un guerra interna, donde, a pesar del atrincheramiento, sólo les conduce a la desaparición. Efectivamente, no sabemos cómo acaban las batallas, únicamente que empiezan.
Defender algo se puede hacer por diversas razones como el amor, el empecinamiento, la tozudez. Empeñamos nuestras energías a veces en defensas absurdas de lugares que, una vez defendidos y vencido el enemigo, dejamos por apatía. El interés estaba en la defensa, no en lo que se defendía. Acaso la vida sea un ejercicio de autodefensa continuo, como Jake LaMotta recibe golpes sin parar en Raging Bull (Martin Scorsese, 1980) en esa metáfora última de la defensa. Por muchos golpes que recibamos, por mucha sangre que perdamos, no nos caemos, no perdemos el sitio, resistimos. Aunque se nos nuble la vista y nos tiemblen las piernas, nos han educado así, sin rendición.
La espera es otra forma de defensa. Esperar a pesar de todo que algo pase algún día, sin saber muy bien el qué. Lo saben bien los trabajadores que se pertrechan tras las ruedas neumáticas, tirando piedras y esperando que llegue el milagro. La defensa de lo propio, sin comprenderlo como posesión, sino como principio fundamental, es la defensa de las ideas que se mantienen con coherencia. Y ahí, la vida y el pensamiento de lo que uno tiene que hacer pasará necesariamente por defenderse hasta las últimas consecuencias. En el tratado 31 de El arte de tener razón,  Schopenhauer viene a decir que cuando uno no sabe que objetar a las razones expuestas por el adversario, ha de declararle incompetente con una fina ironía. Una estratagema que sólo funciona cuando uno está seguro de gozar de buena fama frente a los oyentes. Esta es la defensa, declarar incompetentes a los demás, bien porque no sabemos qué contestar, pero defendiendo algo, como sea, ante quien sea y por lo que sea.
La defensa de los valores se puede ejercer desde muchas trincheras. En este caso es la nuestra, la lucha de las artes actuales como uno de los últimos rincones para la resistencia, la palabra y el grito. Si los ámbitos de las acciones artísticas y plásticas aún no están controlados por los poderes fácticos, las artes se nos antojan como el espacio último donde se puede contar de todo. En la X Bienal de la Habana, la artista cubana Tania Bruguera desarboló toda la estructura de control del gobierno de Castro con una sencilla estrategia de engaño, porque los pulveriza ya que su acción en el centro de Arte Wilfredo Lam ha traspasado fronteras, generando una segura agitación. Tenemos que buscar esas grietas que parecen ser efectivas, a veces con acciones mínimas. Es el caso de las Secret strikes de Alicia Framis o las reflexiones de Francesc Torres. En nuestro caso, propiciando ámbitos donde aún se resiste: “En estos días –escribe Vattimo-, uno puede hablar de mundos abiertos, incluso en nuestras vidas y en nuestro mundo, el arte abre el mundo cuando se acomete el mundo, sobre todo. Brecht tenía este pensamiento, incluso sin usar los términos de Heidegger hablando del teatro no Aristotélico. Al final de una obra de teatro de Aristóteles hay una catarsis: la purificación de las pasiones que la obra ha provocado en nosotros”².
La resistencia y la catarsis acaban arrasando con todo. El sabor del olor a napalm de las mañanas, como dice Robert Duval en Apocalypse Now (Coppola, 1979). Así, terminamos con cualquier escudo, porque no hay manera de defenderse, de resistir y de logarlo. El enemigo sigue estando dentro. Acaba de recordarlo hace apenas un mes, en una memorable propuesta, Isidoro Valcárcel Medina en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía: “Cuidado con la pintura” (Be(a)ware (wet) paint(ings)

¹Imperio Ctónico: gestión militar del espacio y lectura de sus huellas modernas, Fernando Rodríguez de la Flor.

² Art beyond Aesthetics, Alfredo Jaar, The commitment rediscoverered. Gianni Vattimo, Actar, 2005.

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