Un profesor de filosofía de la Autónoma solía decir que cada cierto tiempo necesitaba su dosis de «niezscheína». Me parece una manera inmejorable de definir el trato que tengo con Nietzsche. Aparece y desaparece de mi vida pero periódicamente tengo que releerlo, y entonces, en cada regreso, vuelvo a constatar dos cosas: que escribía admirablemente y que lo vio claro.
Vivió evocando constantemente la salud y la fuerza, dos elementos enemistados quizá con su propia lucidez. Cada vez estoy más convencido de que Nietzsche de lo que murió fue de pena; o, más exactamente, la melancolía con la que nació fue minándole la salud y terminó por volverle loco, y ya después la locura le aniquiló. A la otra muerte, la «muerte literaria» de Nietzsche ―o, ¿por qué la academia no se lo toma en serio?― asistimos a diario. Y su causa es muy otra: Nietzsche muere de éxito. Sin duda se trata de un autor peligroso, pero la sobreexplotación de esa imagen y la mezquindad de muchos de sus entusiastas ―otra pregunta para el debate: ¿es un autor culpable del público que tiene?― han terminado por convertirlo en demasiadas ocasiones en un simple icono que asociamos al colgado, al fumeta y a otros personajes que rondan nuestras vidas.
Existe una Antología de textos de Nietzsche nada obvia (que incluye, entre otras cosas, «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» y «De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida») a cargo de Joan B. Llinares en la editorial Península. La busqué durante años sin éxito y hace muy poco la encontré en una reedición de bolsillo a precio ridículo. No pierdan el tiempo y háganse con ella. Y léanla, claro.
¿Cuánta historia podemos soportar?, ¿cuánto pasado podemos asumir sin que nos aplaste?.
«Hay personas que poseen esta fuerza en tan bajo grado que, como consecuencia de una sola vivencia, de un solo dolor, en particular de una única sutil injusticia, se desangran irremisiblemente, como de resultas de un levísimo rasguño; y las hay invulnerables a los más salvajes y terribles contratiempos y aun a los actos de su propia maldad, al punto que en medio de ellos, o poco después, alcanzan un pasable bienestar y una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fuertes son las raíces de la íntima naturaleza de un ser humano tanta mayor cantidad de pasado se apropia o apresa: y la naturaleza más poderosa y formidable se caracterizaría por un sentido histórico que carecería de límites a partir de los cuales pudiera tener un efecto absorbente y perjudicial; atraería y asimilaría todo lo pasado, tanto propio como muy ajeno transformándolo, por decirlo así, en sangre.» (Nietzsche, F., «De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida» en Antología, Península, Barcelona, 2003, pp. 83-170, pp. 91-92).
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