“Y es evidente a partir de lo dicho que la función del poeta no es contar lo sucedido, sino lo que podría suceder y lo posible en virtud de la verosimilitud o la necesidad. Pues el historiador y el poeta no difieren entre sí por escribir en prosa o en verso, ya que podrían versificarse las obras de Heródoto y no serían en absoluto menos historia con verso que sin verso. La diferencia estriba en que uno narra lo sucedido y el otro cosas tales que podrían suceder. Por lo cual precisamente la poesía es más filosófica y seria que la Historia, pues la poesía narra más bien lo general, la historia lo particular.” (Aristóteles: Poética, 1451b)
La confluencia de la exégesis brechtiana y de la ortodoxia interpretativa acerca de Aristóteles han coincidido en un punto fundamental y que debe ser puesto de relieve: el carácter exclusivamente estético de la Tragedia Clásico. En este sentido se ha interpretado la famosa contraposición que realiza Aristóteles entre poesía e historia como la expresión anticipatoria de la diferencia entre Sófocles y Brecht, entre el deseo de conmover a través de la ficción y el deseo de volver extraño el seno de la realidad. Según este análisis, la tragedia clásica cifraría su maestría en ocultar que el aparato ficcional estaba en funcionamiento por medio de recursos tales como la mímesis de la realidad y la verosimilitud de la trama que tenía como objetivo la identificación espectador-espectáculo. Es, por tanto, recurrente comprender dentro de esta tradición la fidelidad histórica y la posibilidad verosímil del teatro aristotélico no sólo como modos antitéticos de la conciencia histórica, sino como modos excluyentes de la misma, hasta el punto de que el modo teatral estaría deslindado de toda forma de conciencia. El teatro aristotélico consigue, según Brecht, que los espectadores queden “arrebatados, fascinados, impresionado, elevados, espantados, conmovidos, cautivados, liberados, distraídos, salvados, animados, sacados de su propio tiempo, provistos de ilusiones”, en resumen, alienados. Su libertad crítica se encuentra subordinada al aparato sentimental que se proyecta desde la escena. Frente a este análisis un tanto maniqueo nos parece más acertada la interpretación de Vernant, quien señala la función crítica del teatro al insertar los personajes en un contexto de ficción que se reconoce como tal.
En sus propias palabras: “en el espacio de la escena y en el contexto de la representación trágica, el héroe deja de ser el modelo que era en la epopeya y en la poesía lírica: se ha convertido en problema. Lo que había sido contado como el ideal del valor, como piedra de toque de la excelencia, se ve puesto en tela de juicio ante el público, en el transcurso de la acción y a través del juego de diálogos [...] Desde la perspectiva trágica, el hombre y la actividad humana no se perfilan como realidades que se pueden circunscribir y definir, como esencias propias de los filósofos del siglo posterior, sino como problemas sin respuesta, como enigmas cuyos dobles sentidos siempre quedan por descifrar.” (Vernant, 1989: 90) A través del enigma y la estructura del diálogo ordenada por medio de la tesis y la antítesis, la ficción representativa del teatro griego genera una diferencia respecto de su antecesor inmediato, la poesía homérica, de la cual hereda personajes y tramas. La verdad, aquello que era revelado como palabra de los dioses en el monólogo (minuciosamente) descriptivo de Homero, deviene transito y camino, tan sólo puede descubrirse a través de la maraña del diálogo; y, lo que es siquiera más importante: la realidad es imitada, no transmitida. “En el sentido estricto de mimeisthai, –afirma Vernant— imitar es simular la presencia efectiva de un ausente” (Vernant, 1989: 91). Acercarse a la naturaleza de esa presencia ausente es el objetivo de esta tentativa.
Mientras que la fidelidad a los hechos es algo connatural de la memoria narrativa que supone la Historia, el poeta acomete su oficio en el terreno de la posibilidad, el trampantojo y lo verosímil que se remonta en el pasado hasta tiempos legendarios, proyectando sus advertencias oraculares sobre el futuro real de la polis; esto es, establece un parámetro de conducta ciudadana al mostrar lo contrario de lo que dice. La tragedia se estructura como enigma que mantiene irresolutas sus contradicciones entre el decir y el mostrar, en su más puro sentido wittgensteniano, entre aquello que se enuncia propositivamente por boca del coro con fines instructivos y aquello que siendo propiamente lo indecible, lo innombrable, lo impensable, se desvela estructuralmente, cabría decir, como una presencia que se ausenta. La muestra es el crimen que siempre acontece entre bastidores, allí donde mantiene todo su poder enigmático y del cual tan sólo se retransmite la noticia que se pronuncia por boca del mensajero. El cuerpo del delito es lo indecible, se muestra.
La tragedia griega es, en suma, una confrontación entre el coro y los personajes, entre el sentido común de la colectividad y los impulsos del “héroe”; al mismo tiempo que encarna las consecuencias de la hybris en el destino de los personajes, retransmite por boca del coro el sentido común de rechazo y sorpresa que ha de regir la polis ante tamaños acontecimientos. En Antígona, por ejemplo, se muestra la contradicción interna que asola la legalidad helénica y a renglón seguido advierte de la pertinencia de su estricta observancia por parte de los ciudadanos. Una vez fuera del contexto político del que surgieron las representaciones teatrales de la Antigüedad, el espectador contemporáneo se enfrenta a ellas en un estado de indiferencia acerca de los intereses instructivos implícitos. Aquí el mantenimiento de las contradicciones, que se presenta en la tragedia como enigma, deja abierta la puerta a la interpretación descontextualizada de la cual la historia de la crítica teatral ha sido un claro ejemplo. El hecho de que desde una perspectiva actual denominemos “héroe” a aquél que en última instancia cumplía la función social de cabeza de turco, y que incluso lleguemos a considerar tales personajes como patrones de conducta de carácter universal, es un signo manifiesto de la interpretación descontextualizada a la que se presta la tragedia por medio de sus contradicciones estructurales. En última instancia el signo se ofrece a la interpretación y, con ello, el teatro clásico genera nuevas formas de comprender la Historia más allá de la mera descripción de los hechos acontecidos, proyectándose hacia una intrahistoria de las ideologías y los sentimientos, su contradicción. En última instancia, fue el teatro griego el que permitió a la filosofía desde Nietzsche repensar los fundamentos de nuestra cultura, anclada hasta entonces en la descripción categorial y explicativa de los hechos acontecidos.
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