domingo, 10 de enero de 2010

Una historia para no dormir

Hace dos años visitamos Grecia, la familia al completo. Por aquél entonces mi profesora de griego solía decir que Atenas era como Móstoles pero con la Acrópolis. Cierto, pero a esa frase le faltaba lo fundamental y característico de la Atenas contemporánea: los perros. Atenas había caído en manos del kinismo antiguo y, en segundo término, de la construcción funcional y desmedida. Estaban por todas partes –lo juro-, especialmente en las ínclitas ruinas de ‘aquellos tiempos mejores’, como guardianes adormecidos, herederos de Diógenes el Cínico: chuchos adormecidos, pulgosos y de actitud despectiva, los interruptores por excelencia de los turistas. Estaban, literalmente, en medio del meollo.

Un ejemplo que se me quedó marcado aconteció durante la obligada visita a la Acrópolis. Después de atravesar los Propíleos nos encontramos con una nutrida masa de turistas delante del Partenón haciendo, como es costumbre, disparar los flashes a discreción. No obstante, había una peculiaridad: no apuntaban al Partenón, ni al Erecterion, ni a nada con aspavientos de ruina. Aquello que estaban fotografiando, y que rodeaban formando una semiesfera perfecta, era algo mucho más importante y simbólico. No se me olvidará nunca el momento en que alcé el cuello entre la multitud. Allí, dos pasos delante de las ruinas del templo más famoso de Grecia entera, la viva imagen de la dialéctica, de la asebeia socrática, de todo eso que -creo- estudiamos con fruición: dos mastines desgastados se cruzaban miradas a una distancia prudencial, más tarde se gruñían enfurecidos, estaban dispuestos para el combate. Pronto empezaron los ladridos y mordiscos. Habría -qué duda cabe- fundamentos filosóficos para ello.

“Sí, ciertamente soy un perro, pues regreso una y otra vez junto a los que me vendieron” (Diógenes de Sinope)

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