Querido TAUN:
Me parece imprescindible que cada cual posea un criterio propio y valore y juzgue cualquier canon artístico de un modo crítico. Vaya desde aquí mi aplauso para todo aquél que, como usted hace, no se fía de jerarquías impuestas y apedrea aquello que parece más sólido y establecido. Dicho lo cual afirmo que «Casablanca» me parece una película rotunda. Creo que es una de las que más veces he visto en mi vida. Y me sigue entreteniendo.
Si los duelos a puñaladas que intercambian Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en cada diálogo no le llegan me parece perfecto. Si la ironía de aquél no le seduce, ni el personaje de Claude Rains le divierte, está en su derecho. No todo tiene que gustarle a todo el mundo. Pero donde no puedo seguirle es en el movimiento consistente en desmontar el asunto apelando a la falta de rigor histórico, las ―supuestas― intenciones propagandísticas del film o su éxito masivo.
No me gustan los ejercicios de beatería, y «Casablanca» puede, qué duda cabe, ser atacada. Sabe que respeto y admiro su fino criterio, pero si la película de marras resulta fallida ha de serlo por motivos distintos a los que usted alega. Intentaré explicarme.
Que las masas devoren un producto cual fieras en el zoológico ―que uno encuentre citas procedentes de «Casablanca» hasta en el paquete de cereales del desayuno― no lo convierten en algo peor. El éxito ―o el fracaso― comercial de una obra no es índice ni causa de su calidad.
Otro tanto sucede con la intención del autor. Salvo «confesión» expresa, asunto de difícil medición y al que, en cualquier caso, atribuyo la misma importancia que a su biografía a la hora de apreciar un artefacto cultural, es decir ninguna. Me importa un carajo lo que Michael Curtiz pretendiese cuando la rodó, me trae al fresco si está pensada para apoyar la intervención de Estado Unidos en la Segunda Guerra Mundial o para cualquier otra causa. Una obra ha de sostenerse por sí sola, independientemente de la biografía del autor, de sus confesas u ocultas intenciones o de lo afirmado por la crítica del momento. Cita usted a Heidegger. Un tipo que conservó el carnet del partido nazi hasta el final. ¿Ese documentado hecho resta lustre a obras como «Kant y el problema de la metafísica» o «Los problemas fundamentales de la fenomenología»? Considero a ambas dos hitos esenciales de la filosofía contemporánea y no comparto en absoluto las afinidades políticas de su autor. Y viceversa, hay muchos autores que me resultan política e ideológicamente mucho más afines pero cuya obra me parece irrelevante.
Johnny Ramone era un conservador convencido y mostró en no pocas ocasiones su apoyo a Ronald Reagan o a Bush padre, ¿voy por eso a dejar de disfrutar de mis discos de los Ramones? En cuanto a la excesiva mercantilización de algo ― y siguiendo con la banda neoyorkina― el hecho de que de un tiempo a esta parte encontremos camisetas de los Ramones en Zara, H&M o que «El Canto del Loco» se declaren entusiastas de la banda, ¿disminuye un ápice la grandeza de canciones como «Sheena is a punk rocker» o «Something to believe in»?
Y la fidelidad histórica, ¿a quién le importa? No le pido eso a una película. Hay documentales extraordinariamente verídicos que son un bodrio absoluto ―y otros muy buenos, claro―; pero «Casablanca» no pretende ser un documental ni la ilustración de una verdad histórica. Nos habla del amor, la amistad y el compromiso. Y a mí me llega.
«Casablanca» está llena de frases con clara vocación de ser citadas. Admito que los diálogos son un tanto teatrales y que hay una atmósfera de western que preside todas y cada una de las intervenciones de Humphrey Bogart. Pero no tengo el más mínimo problema con ello. Es un producto de consumo. Claro. ¿Qué no lo es? Lo son desde luego varias de las películas admiradas aquí en el contubernio bizarro ―¿no es «Ciudadano Kane» una apología del capitalismo?, ¿no es alienante la nada histórica «El caballero oscuro»?― Lo que desde luego son es engrasados mecanismos que funcionan a la perfección. Como «Casablanca», vaya.
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