El guardia de la ermita de San Antonio de la Florida nunca me quitó la mirada. Al igual que los guardias de El Prado. Guardo unas “instantáneas” de algunos de ellos detrás de mí. Estudiar in situ la obra de uno de mis héroes irradiaba cierta excitación, al parecer, tan evidente como sospechosa. En todo caso, en la calcografía de San Fernando me contuve. Si algún día tuviese que recomendar una chapita rocanrolera para usar en la solapa, sin dudas, sería cualquiera de los autorretratos de Goya. El ritual de ir a visitar su lápida era suscitado por la peripecia mortuoria por la que tuvo que pasar el némesis de Jota Ele David. Como fan no podía quedar indiferente a la exhumación de sus restos sin cabeza en Burdeos. La morbo me llevó a buscar algún souvenir con esta historia en la tienda de la ermita, ganándome el desprecio de la beata joven que atendía la tienda de recuerdos. Para enriquecer aún más la trivia, los huesos del pintor llegaron mezclados con los de su consuegro Miguel Goicochea cómo una medida cautelar para evitar dudas en la identificación de los cadáveres. Habían sido enterrados juntos en el exilio. Irónico reposo final del genial aragonés: “mirando” sus pinturas murales descabezado. En una de esas, el cráneo está haciendo de las suyas en el Cementerio-Mausoleo de Morille.
sábado, 1 de enero de 2011
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