jueves, 27 de enero de 2011

acabo de regresar de Venecia. Frío en la motora, frío en los canales, frío en el vaporetto, frío en el Arsenale. Pero, a pesar de lo desapacible, calor intenso visual al regresar a la Academia. Tremendos cuadros. Todo montado con el mismísimo culo. Las paredes guarras, los suelos sin fregar, clavos a la vista, agujeros y grietas, plásticos tapando algunas obras y andamios en las salas. La anti-museografía, el caos italiano, la merdé total. Y, a pesar de lo cretinos contemporáneos, el esplendor de los primitivos, la pintura de Veronese, los cielos de Tiepolo y los cuadrazos de Carpaccio o Tiziano. Acabando el recorrido el reencuentro con "La tempestad" de Giorgione. De llorar. Salimos con el ánimo más entusiasta que uno pueda imaginar. Mis acompañantes no habían visto esos cuadros jamás y al ser un "cicerón" para ellos me sentí doblemente satisfecho. Me acordé de Alcolea que adoraba este museo. Basta poner un pie en el viejo puente de madera y la emoción surge. Como tenían un anuncio inmenso de una muestra del Bosco tomé nota y por la tarde ya anocheciendo atravesamos San Marcos para buscar, en un laberinto de callejuelas el Palacio Grimani. Aquello fue hiper-surrealista. Nos cobraron nueve euretes para entrar en un espacio lujoso a más no poder el que solamente estábamos nosotros. Las obras del Bosco no aparecían, tal sólo había algunos cuadros pésimos en estancias en semi-penumbra. Hasta que nos topamos con el primer tríptico, iluminado por un foco aterrador de teatro. Estábamos sin ninguna vigilancia, podíamos tocar la pintura, incluso teníamos la opción, si lo hubieramos querido, de descolgar la cosa. Demencial. Aquello era el festín visual más prodigioso que uno pueda imaginarse. Por fin, podía ver tres obras maestras de El Bosco (que nunca había tenido ante mis ojos) con la nariz pegada a la madera. Pude ver con precisión un oso persiguiendo un gato con un cuchillo al lomo, varios incendios y una virgen crucificada, los muertos pugnando por acercarse al cilindro blanquísimo que llevaba al Paraíso y el agua putrefacta donde la maldad sigue campando por sus respetos. Al final apareció una señorita armada con un walkie-talkie. Sonreía y filtreaba todo lo que podía. Se marchaba cada poco como dejándonos la transgresora tarea de palpar la pintura antigua y absolutamente contemporánea. No salíamos del asombro. Al salir al patio, después de comprobar que allí no llegaba nadie ni era esparado ninguo, comprobamos que la morena de marras cerraba las ventanas en el primer piso una a una mientras nos lanzaba sonrisas y hasta besitos. Parecía que veníamos de una casa renacentista de placeres perversos. Madre mía vaya noche sin haber completado otra cosa que una "visita turística". Ojalá hubiera estado abierto el Florian para tomarnos cuatro prosecos a la salud del maestro del Jardín de las Delicias. Va por usted.

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