viernes, 7 de enero de 2011

Querido Domingo,
una auténtica maravilla esa "instalación" de los dos cagaderos separados por el cartón. La vida y sus mierdas supera, de largo, al arte y sus mierdecillas. Recuerdo, ahora que me das pie, una ocasión en la que en La Garganta, un pueblo en el límite entre Extremadura y Salamanca, en plenas fiestas del pueblo, nos dejaron un caserón que no tenía cuarto de baño. En nuestra indocumentación indecente no sabíamos donde soltar la carga. Al final, en el trastero encontré una serie de inmensos calderos, tipo aquel en el que hacían la poción mágica de Asterix. Tomé la decisión de cagar ahí, por mantener la ergonomía del defecar histórico-social. Como era tan grande el diámetro me di cuenta de que había que conseguir algún punto de estabilidad. Dicho y hecho: convencí a un propio para que cagara conmigo. Culo contra culo en equilibrio precario en el caldero de cobre. No he realizado acto más indigno. Aquello era lamentable. Uno se tiraba una retahila de pedos, el otro largaba un cirullo, vuelta a la meada, regreso en plan diarreico. El hedor insoportable. El cabroncete casi se levanta antes que yo el caldero perdió estabilidad, derramando parte de su contenido en las tablas de madera que comenzaron a tiznarse. Incluso en la planta de abajo, donde dormía la mona el resto de la cofradía, llegaba el aroma embriagador. No he vuelto por aquellos andurriales. Supongo que la gruñona señora que nos alquiló el caserón pondría el grito en el cielo al encontrar tan desagradable pastelón. No había forma de deshacerse del marronazo. Ni con los estropajos Brillo. Querido, Domingo ya reconstruieremos algún día tan bizarra escena

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