martes, 4 de enero de 2011

SIN ASPAVIENTOS :

No me voy a extender en este tema aunque me interesa mucho. La convicción de Kosuth que la enseñanza del arte es importante oponiendo las escuelas de arte al mercado del arte, resulta sensato en la medida que ilustra cómo funcionan las políticas educacionales y culturales. Lo mismo que la exigencia ideal del proceso conversacional en el aula, revistiendo a la exigencia contractual del profesor la extensión vocacional del artista. Sin embargo ¿qué ocurre cuando las escuelas de arte y el mercado del arte son una misma cosa?

La idiosincrasia del artista local, tanto en sus vanidades como en su soberbia, está enraizado en una regla no escrita que señala que si buscas ser reconocido como artista debes haber pasado por la universidad. Aparte de la obsesión nostálgica y morbosa de la incorporación de las artes a la universidad en las primeras décadas de la vida republicana, por razones ideológicas y de clase, graduarse o titularse siempre fue mal mirado. Una tradición ininterrumpida hasta cuando el nuevo ícono del poder artístico empieza a exigirlo en clave de mercado. Algo que lo define a la fecha: la situación de tránsito ascendente del artista mediante el adocenamiento de grados académicos. Este alarde de los artistas locales de su valía académica es propio de países antes considerados pobres y ahora rotulados como "emergentes", donde la creciente acumulación de recursos en ciertos grupos de la población habla de una opulencia en medio de bolsones de miseria.

Esta delirante escenografía replica el imaginario de los países desarrollados bajo una lógica sacada de algo más que los infomerciales de televisión, que resulta aún más patética considerando el afán de ignorar nuestro origen modesto y con escaso capital cultural, a diferencia de otros países de la región. Es penoso advertir, por más que tenga a la vista las recomendaciones de conferencias y congresos internacionales sobre formación artística, cierto retraso mental de los artistas del think tank académico para entender las alocuciones de Duchamp sobre la imposibilidad de eludir las definiciones de arte que ponemos en juego. Por eso, tampoco debería sorprender cómo se pasa de largo ante los intentos de Beuys por ilustrar la oposición de la demanda universitaria artística a la necesidad del Arte por expresar la aspiración de libertad. Y lo que conlleva dicha responsabilidad. Ignorar esto en un sistema de educación que se vale de recursos expresivos de los lenguajes artísticos, impide la capacidad de entender el ensanchamiento de la realidad.

En “Arte y Filosofía”, Kosuth no sólo rescata la idea eje de la propuesta de Duchamp, también rescata y dimensiona la experiencia de Reinhardt cuando cuestiona críticamente las normas didácticas y enseñanzas de la academia universitaria del arte, situadas la oferta de consumo suntuario e ignorando lo que se hace por placer de haberlo hecho, sin que sea necesario, que sirva para nada. Ni de que sea útil para otro fin, excepto por el propio valor y profundo sentido de haberlo hecho. Sin discutir que los potenciales creativos, susceptibles de desarrollo y expresión, son algo propio de la mayoría de los seres humanos, me gusta imaginar a los artistas como gloriosos derrotados o vencedores heroicos. Y, más allá de si pintan, graban o recortan, los entiendo gnoseológica y axiológicamente envueltos en un hacer escrutador.

Y por lo mismo, no puedo obviar cierta fatalidad en los currículos. Me gustaría subrayar el impacto del Black Mountain College o El Taller del Sur para acentuar la evidente miopía, patética autorrefencialidad e inconsecuente capacidad de académicos para argumentar lo asimilado y lo nuevo, lo predecible y lo dislocante en la diversidad geográfica, social y cultural. Lo que es una vergüenza.

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