domingo, 2 de enero de 2011
anoche volvía a ver "El caso de Gaspar Hauser" de W. Herzog. Maravilloso. Especialmente el pasaje en el que presentan las cuatro maravillas del mundo: el rey menguante (un enano exiliado en el trono y que dentro de años será apenas una pulga), el niño demente obsesionado por Mozart que ahora solamente busca agujeros en la tierra, alcantarillas y negrura, el indio que toca la flauta, va vestido con trajes superpuestos, teme el aliento ajeno y no habla sino su dialécto incomprensible. Y, por último Gaspar, con la carta lacrada en una mano, el sombrero y el devocionario en la otra. La mirada cretinizada, el aspecto de estatua, colocado en un pedestal, delimitado por cordones "nobles", petrificado como un freak. Esa película sobre la extrañeza del lenguaje, sobre el salvaje que no está dispuesto ni para la religión ni para la lógica me ha fascinado de nuevo. Vi en cuatro ocasiones el citado momento de la exhibición circense de los otros raros, con la excusa de que contemplaran la cosa mis hijos y Manuela. Luego planteamos el asunto de la paradoja del mentiroso y se montó, a medianoche, el típico circo filosófico en casa. Aunque había llegado un extraño, ciertamente petrificado, no conseguimos otra cosa que hacerle que se callara profundamente. Nuestro peculiar "Hauser" estaba más allá del bien y del mal o acaso era un etnógrafo de nuestro delirar familiar.
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