Los artefactos de Parra encabronan a los artistas visuales tanto como las arpilleras de su hermana Violeta. Considerarlos en el discurso crítico de las artes visuales chilenas es trabar el camino de inscripción de algunos en lo que ahora se entiende como arte contemporáneo chileno.
Será Vicente Huidobro quien asume la responsabilidad de des/alfabetizar a la clase artística chilena, despreciando la interlocución de lo que ahora llamaríamos cool hunters y cult searchers. Este gesto creacionista de aparente vanidad extrema será paradójicamente leído más por los poetas que por los artistas plásticos de la época. Juan Emar reconoce la agudeza discursiva de Huidobro aunque será dañado colateralmente por él. Sabe que los Montparnasse acarrean la misma crisis de contemporaneidad que define al arte chileno: ser nada más que un mecanismo ejemplificador.
La “infracción” de Huidobro (su pretensión no interesada en el locus del poder artístico sino en la manera en que se ejerce) parte con su exilio al Viejo Mundo llevando bajo el brazo su caligrama Triángulo armónico (1913), retornando al país (1932) con Altazor en las maletas. El poeta construye durante ese trayecto una visualidad artística sostenida en la forma de acciones más que supeditadas a formatos como libros o cuadros: en clave de disputas vanguardistas, proyectos fílmicos, parodias genealógicas e intervenciones políticas.
Las modificaciones de Huidobro a la consideración social de artista local, será leído por los poetas negros de Mandrágora y traducido por el absurdo antipoético de los Quebrantahuesos, tensionando profundamente el update del círculo vicioso del arte chileno.
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