sábado, 7 de agosto de 2010

De profundis. Sobre Inception de Christofer Nolan (I)

Vayamos al grano: los sueños de Christofer Nolan no son los míos. Tampoco los de la mayor parte de la gente que conozco y he leído se aproximan si quiera a los que aparecen en la fastuosa última película del director británico: Inspection, traducida al español como Origen. Por mucho que le pese a Nolan, la inhóspita naturaleza de lo onírico radica en su ambivalencia: los sueños se encuentran iluminados por una claridad y un realismo que los convierte en indudables, y sin embargo se deshilachan en el momento en que uno toma conciencia de ellos a través de la memoria, son un fragmento especular del subconsciente, nunca una realidad perfectamente articulada. Por desgracia, los sueños no originan mundos de escapismo e imaginación, perfecta y lógicamente articulados, sino que justamente su inquietante ambivalencia se encuentra a medio camino de la revelación y el olvido. La naturaleza del subconsciente que aparece en el sueño es justamente lo inhospito, aquello que no puede ser racionalmente geometrizado, planificadamente construido. De hecho, según la tradición filosófica desde Descartes en adelante, la diferencia fundamental entre el sueño y la realidad efectiva es que el primero no es capaz de soportar la suspensión ontológica de la duda, mientras que el segundo se construye justamente a partir de ella. El sujeto de la ensoñación carece de autoconciencia, puesto que ésta conduce fulgurantemente a la disolución de la realidad onírica. Sin embargo, el protagonista de Inception, Leonard (di Caprio) llega a utilizar la autoconciencia de la ensoñación como una estrategia de control sobre la consistencia del sueño; en el momento en que el sujeto del sueño asume la ensoñación las miradas se apartan, todo regresa a la “normalidad”. En nuestra deriva interpretativa nos avenimos a afirmar que, ciertamente: la historia ha confirmado que la conciencia de la alienación no constituye un paso efectivo hacia la emancipación, sino que más bien conduce a la sustitución de la existencia trágica por la farsa lúdica en que simplemente se sigue el juego de la ficción, carente de responsabilidades, donde la muerte incluso puede ser concebida como una salvación: al menos estarás despierto para jugar de nuevo.



“Una vez que pruebas el sueño la realidad sabe a poco”, dice uno de los secuaces de Leonard. Si algo se le habrá de conceder a Nolan es el hecho de haber elaborado una alegoría bastante exacta de la manipulación ideológica a través de los medios de comunicación, cuyo objetivo es la producción de una cierta idea, gracias a los mecanismos de identificación, proyección, etc. Los media sólo son el marco arquitectónico y onírico donde el consumidor proyecta sus propias ambiciones. Además: una vez los personajes de Nolan comienzan con el sueño artificial a través del sedante no hallan otro modo de encontrar el descanso onírico. Finalmente el camino más directo hasta el subconsciente no es otro que el producto de consumo, ciertamente adictivo. Otra de las claves de la concepción del subconsciente esbozada en Inception, es la confusión constante entre profundidad psicológica y bunkerización militarizada: el subconsciente se encuentra protegido por un ejercito privado a cada nivel más y mejor armado, de tal modo que “soñar a lo grande” sea sinónimo de tener en las manos un mayor armamento. Además, Nolan concibe el sueño como realización racionalista a través de la arquitectura. De aquí surge una de las imágenes más interesantes del film: la ciudad del amor perdido no es sólo un gigantesco trazado metropolitano de plano ortogonal, poblado de rascacielos funcionales, impersonales, a cada metro más altos; esta es también la imagen de un glaciar de edificios que se extiende desde su gélido e inmóvil centro de recuerdos y culpabilidades hasta la periferia del olvido donde finalmente se desmorona por la erosión del mar. La ciudad del amor, ruina de la apoteosis hedonista de la construcción, posee, en efecto, una estética arquitectónica racionalista, pero en su núcleo interno esconde un desvencijado ascensor que conduce desde las alturas del los buenos recuerdos hasta el basamento del horror que no puede ser olvidado.

No obstante, habremos de señalar que, alejado del potente imaginario surrealista, carente de un mínimo de contacto con el psicoanálisis, Inception representa el mundo onírico con un realismo obsceno de una perfecta consistencia lógica que, desde el punto de vista audiovisual, no hace sino acomodarse a los cánones del formalismo espectacular holliwoodiense, esto es: los sueños de Nolan son una réplica a escala 1/1 de una realidad empresarial y adinerada que, no obstante, se permite ciertas licencias efectistas en favor del espectáculo, como es el caso de París plegándose sobre sus propias calles en forma de bocata metropolitano y, como no, los combates en gravedad cero que ocupan un tercio de la película, convirtiéndola en una heredera indudable del imaginario flotante y relantizado de Matrix. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre estas dos citas del entretenimiento cinematográfico. En la película de los hermanos Wachowski, Neo y cia, combatientes de artes marciales en smoking de la realidad virtual, son en realidad unos desposeidos que visten verdaderos andrajos y que, no obstante, se conectan a la red por un motivo, una revolución, un objetivo: la afirmación de la realidad efectiva por encima de la utopía cibernética, rechazando no sólo los escarceos de la imaginación, sino además la felicidad alienada, construida y controlada por las máquinas. Por contra, en Inception Leonard y sus secuaces viven en la más acomodada de las existencias, viajando en helicóptero o en vuelos privados, metidos en estrategias empresariales a escala internacional, en rigurosa etiqueta, tanto en el sueño como fuera de él. La imaginación onírica no es una necesidad de primer orden para ellos, sino un potenciamiento de la creatividad del individuo.

El individuo contemporaneo desea, al revés de cómo dijera Godard: “morir y después ser inmortal”; o lo que es lo mismo: vivir en el sueño como una suerte de Demiurgo platónico que todo lo crea y lo destruye con excepción de la idea, que se haya en el reducto más profundo del sujeto, vivir ficticiamente como un Dios con la esperanza de que, una vez se muertos en la ficción por suicidio o simple aburrimiento, el individuo habrá de despertar a la realidad –“volveremos a ser jóvenes de nuevo”, le prometen a Leonard a lo largo de la película. También en esta inmortalidad post-mortem se encuentra la tragedia: despertar a la realidad viviendo como ancianos en cuerpos juveniles. Claro que a la hora de despertar siempre queda la gratificante duda de que todo siga siendo un sueño dentro de otro. El público de Inception desea que la peonza que asegura que estamos en un sueño siga girando. Mal, la mujer de Leonard, encarna el desplazamiento ideológico que se ha producido al respecto: se suicida con la esperanza de despertar de un sueño. Efectivamente, desde Calderón de la Barca la promesa de la inmortalidad se puede traducir como: la vida es un sueño. Sin embargo, la enseñanza de Calderón al respecto posee una fructifera ambivalencia que el psique contemporaneo hereda, superando y sintetizando al dramaturgo español. En Calderón, por un lado, la suspensión del fundamento ontológico puede conducir al hedonismo descontrolado, la apreciación de los placeres corporales, la exaltación del goce y la llamada al carpe diem –si Dios ha muerto todo vale, para que nos entendamos-:

Pues si es así, y ha de verse

desvanecida entre sombras

la grandeza y el poder,

la majestad y la pompa,

sepamos aprovechar

este rato que nos toca,

pues sólo se goza en ella.

(v. 2950-2963)


Por otro lado, la conciencia de la futilidad de todas las cosas y su naturaleza artificial puede conducir a una reconstrucción del fundamento ontológico por la ley del tercio excluso interpretada: los contrarios no pueden ser simultáneos –al mismo tiempo (háma), dice Aristóteles y subraya Heidegger-, lo que no excluye que puedan ser sucesivos. De este modo, la conciencia de la catástrofe terrenal, el sufrimiento o simplemente de la desaparición especular y mediática de la realidad, puede conducir a la construcción utópica de un espacio fantasmal de redención que se articula por medio de la proyección de los deseos (curiosamente, en Inception se sostiene que en el sueño compartido, el soñador es el que crea el armazón arquitectónico y estructura, mientras que es el sujeto el que proyecta su propio subconsciente, creando esa realidad imaginaria). Max Weber denominó mentalidad retributiva a ésta -digamos- composición del Paraíso desconocido por oposición a las características del infierno conocido, que tiene como objetivo dotar de sentido al sufrimiento extirpándole su condición de realidad última, irreductible, inexplicable. Pocos versos después de la anterior cita, Calderón presenta la otra cara de la moneda:

Si es sueño, si es vanagloria

¿quién por la vanagloria humana

pierde una divina gloria?

[…]

acudamos a lo eterno;

que es la fama vividora,

donde ni duermen las dichas,

ni las grandezas reposan.

(v. 2969-2988)


Calderón presentaba de manera antitética estas dos concepciones de la vida como sueño, mientras que para el psique contemporáneo ambas se encuentras inextricablemente unidas en la cosmovisión videogame. Ésta tiene su máxima expresión en la concepción del sueño como traducción de la neotestamentaria promesa en la inmortalidad, una promesa que ya no requiere de sacrificio, sino meramente de esperanza en una realidad subyacente más allá. Al igual que en un videojuego, el sujeto contemporáneo desea habitar alienadamente este mundo sin miedo a la muerte, o lo que es lo mismo: no tiene miedo a consumir hedonistamente su propia existencia como un juego pues tiene la esperanza compensatoria del Continue? al finalizar la partida. La fruición revolucionaria del abismarse viene acompañada de la certeza de que todo abismo tiene su fondo, de la esperanza de tocar fondo que evitaría la caída continua. El nihilismo light disfruta en la profundidad de una pesadilla a la que sabe poner fin aunque no desee hacerlo por indolente fatiga; éstos –nosotros- sí que nos merecemos una patada, más que los personajes de Inspection. Podríamos resumir: si la vida es una ficción, la muerte es un reseteo; aunque también: si nada es real, todavía lo real nos espera tras el Game Over. La conciencia lúdica unida al impulso de conservación, en definitiva. A esta concepción de la eternidad como muerte y después inmortalidad se le ha sustraido de toda mentalidad expiatoria. Todavía el protagonista de Ampliación del campo de batalla de Michel Houellebecq afirmaba: “He vivido tan poco que tengo tendencia a pensar que no voy a morir; parece inverosímil que una vida humana se reduzca a tan poca cosa; uno se imagina, a su pesar, que algo va a ocurrir tarde o temprano.” Claro que Houllebecq sabía que esto es una falacia compensatoria que carece de fundamento in re. El texto continua: “Craso error. Una vida puede muy bien ser vacía y a la vez breve. Los días pasan pobremente, sin dejar huella ni recuerdo; y después, de golpe, se detienen.”[1] Frente a la mentalidad expiatoria de las religiones proféticas parece imponerse históricamente el efecto Mateo -“al que tiene se le dará, y al que menos tiene, se le quitará para dárselo al que más tiene.” (Mt, 25: 29)- con el advenimiento y la radicalización del capitalismo en su fase terminal, una vez superado el pietismo y la moral del ahorro de sus orígenes protestantes para arrojarse a la exaltación del despilfarro y el consumo liberal. El efecto Mateo se ve reflejado en Inspection en el hecho de que sólo los empresarios-empollones (poseedores tanto del capital económico como del cultural) se pueden permitir sueños creativos, trepidantes, con varios niveles; exactamente como un videojuego de plataformas. La vida de Leonard está plagada de aventuras –perseguido indistintamente por la policía y la mafia- del mismo modo que sus sueños están plagados por la sombra del amor perdido. Como dijimos: el rico en la realidad también es rico en sueños.

Un penúltimo apunte: algunos teóricos han llegado a sublimar hasta tal punto la película que recogen testimonios de espectadores que aseguran haber percibido modificaciones en sus sueños tras ver la película. He de confesar que no es mi caso. Sea como fuere, esta estrategia publicitaria es medular para comprender uno de los derroteros del conductismo capitalista: el producto no sólo se encuentra revestido por el aura fantasmática que los medios le confieren, sino que además se llega a presentar como una cura. Ha llegado el momento de pensar en la katharsis aristotélica bajo el modelo ejemplar de Actimel. ¿Para qué sirve Actimel?; o mejor dicho: ¿para qué no sirve? Así pues, a día de hoy el producto no sólo representa y buenamente encarna un way of life, sino algo mucho más importante, ciertas fuerzas mágicas y daimónicas, a saber: un way of dream. Si Martin Luther King levantara cabeza…

Jacques Rivette, en su antológico artículo De la abyección, afirmaba: “Hay cosas que sólo deben abordarse desde el temor y el estremecimiento. Sin duda, la muerte es una de ellas. ¿Cómo no sentirse un impostor al filmar algo tan misterioso?"[2] Los sueños forman parte de ese conjunto de hechos ante los cuales el realismo efectista y obsceno no es sino un insulto a la inteligencia de los espectadores, un ejercicio de hipocresía moral que tiene como objetivo el conformismo de los espectadores ante una realidad, como es la del sueño, profundamente inhóspita. Nada más lejos del conmovedor sentimentalismo de Inception que tan inocentemente pretende arrebatar el aplauso de los espectadores cortando el plano final antes de tiempo. Lo más perturbador de todo es que el truco más viejo de la historia del cine consiga, al menos el día del estreno, hacer pasar una película del montón por una obra maestra.


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[1] Michel Houllebecq: Ampliación del campo de batalla, ed. Anagrama, 2009, p. 55s


[2] Jacques Rivette: “De la abyección” en Cahiers du Cinema, nº 120. Junio, 1961.

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