domingo, 4 de julio de 2010
"tengo el gusto del secreto, y eso indudablamente tiene que ver con la no pertenencia; tengo un impulso de temor o terror ante un espacio político, por ejemplo, ante un espacio público que no dé espacio al secreto". Venía leyendo en el tren Salamanca-Madrid estas cosas en el libro de conversaciones entre Jacques Derrida y Mauzio Ferraris cuando una pesada de tomo y lomo que no paraba de largar en voz a grito sus planes de vacaciones en Gandía dijo algo que no pude por menos que anotar: "me da por culo guardarle el secreto". Podría guardarse en el puto culo el secreto. Pero no, ella prefería dar un vozarrón y que todo el mundo supiera que no pensaba guardar secreto alguno y que si lo hacía sería previa penetración anal. Unas horas antes yo había hablado, a la carrera total, sobre cosas de la invisibilidad y de lo funerario en el arte contemporáneo para, en un pasaje de chorradas, apuntar que "no hay secreto". Lo mejor es que me hubiera mordido la lengua. A la manera duchampiana.
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Guardar un secreto nos remite a qué es aquello digno de permanecer en secreto y que sea el secreto como tal, a saber, que el secreto sea secreto incluso para el que guarda el secreto y esto es muy complicado de establecer. Porque lo secreto no se puede poner de manifiesto como secreto porque dejaría de ser secreto en tanto que conocido como secreto. Quizás el secreto esté en la masa. Secreto y secrección, un adentro y un hacia afuera resuenan en su lejana cercanía fonética y en su cercana lejanía semántica. No guarden este secreto: que (no) hay secreto
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