lunes, 21 de diciembre de 2009

EL CINE, ESA ESTÉTICA REVOLUCIONARIA.

El cine puede hoy día vanagloriarse de ser el único campo creativo al que no se le puede colgar el sanbenito de su muerte. "El cine no ha muerto", es verdadero en todos los sentidos, no sólo por ser la más joven, fresca y modélica de la "artes", sino por su característica historia (corta pero intensa), que carece de un periodo vital paradigmático, de un clasicismo, a partir del cual fenecer. En el cine no ha habido lugar, hasta el momento, a una revolución que pervierta la esencia del arte convirtiéndolo en algo otro irreconocible, una revolución que “mate” al cine. Esto se debe a la terrible plasticidad técnica del medio, ajena a toda reglamentación formal propia de los clasicismos de otras artes, lo cual le ha permitido entrar sucesivamente en el mundo del sonido, el color y, puede que en un futuro no muy lejano, en la interacción del videojuego, sin perder su esencia, sin que entre ellos se pueda establecer una jerarquía fundamentada en cierta idea de "clasicismo" que no sea puramente arbitrario. Para la revolución es necesaria la tradición y en gran medida el cine es la herencia de una tradición formalmente revolucionaria.

Esto es verdad siempre que asumamos el presupuesto de que tanto las revoluciones como los clasicismos artísticos sólo pueden darse, por definición, en el plano formal. Diría más: la forma estilística es lo único que puede ser prefijado como regla definitoria de la especificidad propia de un arte, mientras que la materia –aquello que, no lejos de su sentido aristotélico, individua y caracteriza un determinado producto artístico- no admite de ninguna fijación constrictiva y específica de un determinado arte, por su carácter pre-formal, indeterminado. La materia de la cual se nutren las diferentes artes es todo menos específica, forma parte del acervo colectivo de un determinado Zeitgeist que se expresa a través de los temas y que el conjunto de las artes hereda y codifica formalmente, mientras que la forma es aquello que puede ser deliberadamente fijado como condicion sine qua non para el ejercicio de un determinado arte; una vez se ha trasgredido los límites del condicionamiento formal clásico se ha trasgredido los límites del arte, afirman los clasicistas. La materia artística es, por contra, histórica, convencional, sometida a constante devenir -conceptos ajenos a toda idea que tengamos de clasicismo- y al mismo tiempo se encuentra profundamente limitada en un conjunto a-histórico de temas que se presentan como eternos y universales. Es por esto que la historia del arte podría ser resumida como la discontinua codificación formal de un número limitado, y muy pequeño, de temas. Si no se acepta este presupuesto, desde luego se podrá percibir cierto clasicismo temático, que no es sino condicionamiento ideológico, que ha sido continuadamente reproducido a lo largo, no sólo de la historia del cine, sino del arte en general de manera (he aquí la clave) no normativa, por lo tanto no clásicista.

En un sentido formal, por tanto, se podría decir que el cine carece de clasicismo porque es revolución. En él toda forma de fijación formal es del todo anacrónica, intento infructuoso de limitar la continua revolución tecnológica de la que es hijo; una revolución que se inicia con los Lumiére y que podríamos calificar como un tren sin última estación. El cine es un campo creativo inseparable de su momento histórico en tanto en cuanto sus determinaciones formales son reconfiguradas a cada momento por los inventos tecnológicos y en cuanto se postula como una presentación de lo real. Tanto formal como materialmente el cine es un arte de su tiempo, en cuanto sistema codificación artística que evoluciona paralelamente a los modos de producción tecnológica y en cuanto arte mimético que depende de la realidad observable, respectivamente. El clasicismo para ser tal ha de ser repetible; en resumen es un modelo paradigmático a-históricamente imitable. Sin embargo, en el cine, toda forma de recuperación de técnica y materiales previos termina traduciéndose en manierismo. Desde un punto de vista formal, esto es, tecnológico, hay en el cine una discontinuidad generacional de los instrumentos utilizados que convierte a la tarea de la imitación estricta en un imposible, hasta el punto de que las determinaciones tecnológicas terminen traduciendo los impulsos neo-clásicos en tentativas manieristas más cercanas al anacronismo, el found footage o la estética sampler.[1]

Nos encontramos pues ante la historia de este arte revolucionario que no cabe la menor duda transformó, junto con la fotografía, nuestra percepción de la realidad hasta el punto de que cada día se hace más patente la verdad contenida por Moholy-Nagy en su famosa, y citada, sentencia: “Los analfabetos del futuro no serán los que no sepan escribir, sino los que no sepan nada de fotografía”. Hablar de la forma en el cine es hablar de los modos de presentación de la imagen fotográfica en movimiento y por lo tanto de un determinado ojo, cuya capacidad de producir de un producto de mímesis total para con la realidad es hija del desarrollo tecnológico. Se podría afirmar, aunque de un modo reduccionista, que entre la historia del cine y la historia de las condiciones técnicas que en un determinado momento posibilitaron un determinado cine y no otro hay una relación de estricta identidad. Esta identidad sería, no obstante, pertinente para los fenómenos acontecidos en historia reciente de la producción holliwoodiense, donde la irrupción de los -así llamados- “efectos especiales” ha desvirtuado la relación “convencional” entre los medios y los fines del film, en este caso, de los efectos especiales y la historia, hasta el punto de que los últimos (la historia) se pongan al servicio de los primeros (los efectos especiales) cuando no que se lleguen a confundir.

En un sentido parecido, se afirma que el cine es hijo de una revolución, de la revolución tecnológica que permitió, para decirlo con Bazin, la “momificación del instante en devenir”. El desarrollo del ojo que todo lo fija y ve se encuentra inextrincablemente unido al afán por un arte de mimesis total para con la realidad. Este afán fue preconizado en la era moderna por la burguesa, cuya egolatría hacía concebir los espacios artísticos de la representación (primero el teatro y luego la sala de proyección) como espacios de recreo donde uno acude a verse reflejado en la escena/pantalla y por lo tanto a identificarte catártica y sentimental con lo representado en ella –conceptos heredados de la concepción aristotélica de la tragedia-. Esto explica los derroteros tomados por el séptimo arte y su hijo bastardo, la televisión, como espacios para la distracción alienante y la contemplación estética.

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[1] “Manierista es construir la obra a partir de otras obras que son no sólo utilizadas como “disparador” creativo, sino que son sometidas al filtro del punto de vista personal del nuevo autor que las lleva por diversos caminos. Manierista es, ya en el terreno específico de lo visual, la constitución de un espacio sometido a todo tipo de torsiones perspectivas y concebido como fundamentalmente inestable y en el que se mueven personajes para los que el mundo se presenta como opaco” (Santos Zunzunegui: Orson Welles, Ed. Cátedra, Madrid, 2005, p. 29).

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