Desde Sócrates, uno de los problemas fundamentales de la filosofía moral es la diferencia entre el conocimiento del Bien y su realización, esto es, la existencia de individuos que ignoren deliberadamente el Bien como fin de sus acciones a pesar de conocerlo perfectamente, o mejor formulado, la pregunta: ¿por qué el conocimiento de las leyes –estamos hablando por su puesto a una suerte de legalidad ideal— no viene unida a la voluntad por respetarlas? Este es el muro contra el que la filosofía moral, con sus viejas pretensiones intelectualistas, choca constantemente. Se da, por lo tanto, una confrontación. Por un lado se encuentra la teoría- que formularemos en consonancia con la original socrático-platónica- ésta postula lo racional como aquella cumbre del poder espiritual que impele al ejercicio de la voluntad respecto de lo mejor por medio de una serie de verdades “innegables” de manera total e incondicionada; para tal teoría la inmoralidad se asemeja a la confusión, la locura, la ignorancia no reconocida [1], que lo mismo son. Por otro lado la ya mentada praxis del individuo medio que, tal como expresó brillantemente Doctoievski en sus “Memorias del Subsuelo”, “prefiere actuar como se le antoja, y no como le dicen la razón y sus intereses.” “De manera que la libre e ilimitada elección de uno, el capricho individual, aunque sea el más loco, producto de una fantasía llevada a veces hasta el frenesí, esa es la ventaja más ventajosa que no puede ser incorporada a ninguna tabla ni escala, y que convierte en polvo, con su solo contacto, todos los sistemas y todas las teorías.” Ante el determinismo moral encubierto bajo la teoría moral intelectualista, el individuo prefiere actuar estúpida e irracionalmente a sacrificar su idea de la libertad.
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[1] Ignorancia no reconocida como contraposición a la ignorancia reconocida (“sólo sé que no se nada”), única vía, según Sócrates, de conocimiento posible –en vida, se presupone-. Paradójicas a más no poder son las consecuencias derivadas para el ámbito de la moral, que surgen de la confluencia entre esta –llamémoslo así- “modestia intelectual” (1) y el intelectualismo moral (2); a saber: (1) Ignoramos la esencia eidética última del Bien en sí. (2) Conocer y realizar el bien son uno y lo mismo; sólo quien conoce el Bien es capaz de realizarlo. (Conclusión) “Sólo sabemos que no sabemos actuar bien conscientemente”, esto es, actuamos bien por mera coincidencia azarosa entre la Idea y las costumbres específicas de la polis o actuamos denostadamente contra el Bien. En este sentido, se encuentran en Sócrates los pilares para “una moral de la inacción y la pasividad” que será más tarde desarrollada por las escuelas socráticas (estoicos, escépticos, y epicúreos). Frente a una moral de la acción, basada en la implicación activa para con la realidad, en la respuesta práctica como modo último del compromiso social, Sócrates preconiza una moral de pasividad ante el devenir, la propia del filósofo: la inactividad ataráxica propia de aquél que contempla distanciada y reflexivamente el mal “de los otros”, siempre controladas sus pasiones por una voluntad firme y un hieratismo racionalista, contemplativo.
La única alternativa moralmente satisfactoria a esta aporía se encuentra planteada al final del Menón: tan sólo a través del milagro podrá salvarse la polis, a través de un individuo que, tocado por los dioses, comulgue con el Bien en sí por medio de una inspiración (erótica). He aquí el salto irracionalista en el centro del esquema político-filosófico de Platón: la deificación de Sócrates como intermediario deimónico entre el mundo intelectual y el sensible, mesias absoluto, y primer mártir, de la Razón. Sócrates, condenado justamente, él, el primero de los nuevos dioses introducidos en la polis, el dios de la dialéctica, la ironía y la duda, que echará a perder a toda una generación de patriotas convencidos con el nomos atenienses, haciendo de ellos una panda de escépticos o idealistas.
“SOCRATES.— […] En cuanto a lo que ahora nos concierne, si en todo nuestro razonamiento hemos indagado y hablado bien, la virtud no se daría ni por naturaleza ni sería enseñable, sino que resultaría de un don divino, sin que aquellos que la reciban lo sepan, a menos que entre los hombres políticos, haya uno capaz de hacer políticos también a los demás. Y si lo hubiese, de él casi se podría afirmar que es, entre los vivos, como Homero afirmó que era Tiresias entre los muertos, al decir de él que era el “único capaz de percibir” en el Hades, mientras “los demás eran únicamente sombras errantes”. Y éste, aquí arriba, sería precisamente, con respecto a la virtud, como una realidad entre las sombras. […] De este razonamiento, pues, Menón, parece que la virtud se da por un don divino a quien le llega.” (Platón: Menón, 99e – 100b.)
sábado, 26 de diciembre de 2009
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