En efecto, había otro. Éste estaba de pie, casi en la mitad del camino, a plena luz del sol y al cabo de su propia, breve sombra. Tenia las manos meti- das en las opuestas mangas de un largo chaquetón y la cabeza hundida entre los hombros, como si estuviera acurrucado en la oleada de calor. Desde lejos hacía el efecto de una persona aterida de intenso frío. " Son mellizos," explicó el auriga. El idiota se apartó de mala gana un par de pasos, y nos miró con indiferencia al pasar casi rozándolo. Su mirada fué una mirada vacía, fija, una mirada de hipnotizado. Pero no se volvió a mirarnos una vez que habíamos pasado. Probablemente nuestra imagen cruzó por delante de los ojos, sin dejar huella alguna en el defectuoso cerebro de aquel infeliz. Cuando alcanzamos la cumbre del declive, me asomé por encima de la capota del coche. El tonto todavía estaba en la carretera, en el mismo sitio donde le habíamos dejado. JOSEPH GONRAD
lunes, 31 de diciembre de 2012
LOS IDIOTAS Y SUS ESPADAS
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