domingo, 13 de junio de 2010

Me acuerdo de Javier Utray.



Fernando Castro Flórez.



Javier Utray no era, vaya por delante, un pintor o, por lo menos, no puede ser recordado únicamente como alguien obsesionado por la tarea de la pintura. Al contemplar la exposición que de algunos de sus cuadros se hace en la galería Amador de los Ríos pienso que su figura sigue siendo enigmática. Acudí, si no me equivoco, a todas las muestras que hizo en la galería Moriarty que era, en todos los sentidos, su casa y admiré sus intervenciones en Cruce (aquella memorable instalación en la que hablaba de cómo nos habían robado los cuadros para dejarnos los marcos) o en el Espacio El Gallo de Salamanca. Escribí el texto para uno de los pocos catálogos que hizo porque prefería acompañar sus exposiciones con sus propios poemas autógrafos. Pintaba, como le gustaba recordar, por teléfono, dando precisas instrucciones con el pantone a la vista. Sus revisiones “duchampianas”, con el urinario girando como una hélice o los bigotes de la Gioconda en silicona, con el ojo de camaleón o la calavera anamórfica de Holbein, eran la punta de iceberg de un pensamiento febril e incesante en el que la clave era lo poético.
Me acuerdo de su pasión etimológica en latín, en griego, en egipcio, aunque fuera inventado o inverosímil, de los momentos, habitualmente con la noche avanzada, en los que se arrancaba con una jota en francés, cuando citaba a Duchamp como si estuviera conversando con él mismo en la complicidad más extrema, de las invocaciones a Cage mientras “preparaba” un piano con bolas de billar y pantógrafo. No tengo tan frescas las referencias bibliográficas a las que tenía querencia aunque no me engaño al retomar El pliegue de Gilles Deleuze y todos los juegos literarios de Roussel. Era un dandy carente de anacronismo, en las antípodas de la legión de los casposos, dotado de una capacidad prodigiosa para el desprecio pero también con un corazón que no le cabía en la caja. Bastaba que tomara la decisión de considerarte “uno de los suyos” para que intentara encontrar en cada frase que pronunciaras, por más que fuera una parida inmunda, un sentido encriptado, alguna sugerencia luminosa, una oportunidad para no dejar de pedalear. Su “interpretosis” era hipnótica y, en vez de hundir al rival, engrandecía aquello que, insisto, podía revelar el estricto empantanamiento. Me acuerdo de las jornadas del seminario de Arte Público en Gijón, algo que él recordaba como una “experiencia prodigiosa”, cuando los alumnos (en realidad un núcleo de artistas de una intensidad impar) nos seguían hasta el hotel e incluso convertían la habitación en el camarote de los Hermanos Marx. Recuerdo las carambolas y las poses en el billar, el cigarro quemando la uña rota, el pelo engominado y la elegancia imperturbable. Tenía una intensidad extraordinaria y no hacia concesiones. Buscaba, desesperadamente, interlocutores y, aunque había perdido a amigos mágicos (especialmente a Carlos Alcolea), no vivía atrapado en la nostalgia. Generaba las conexiones más inesperadas y en su mente las ideas eran, literalmente, peregrinas. No le habría gustado que le calificaran como un “raro” pero lo cierto es que su reino no era de este mundo de mediocridad y pasteleo. Aunque había dejado atrás los años arquitectónicos, volvía con entusiasmo a Terragni y a su peculiar lectura del postmodernismo, hablando de una arquitectura psicológica o, mejor, de retratos del inquilino que estuvieran materializados en escaleras que salieran por el techo.
No he conocido a nadie que estuviera hecho de su pasta y tampoco he experimentado un sentimiento mayor de aislamiento y de afán de comunicar con el otro. Me acuerdo de un concierto de teléfonos y centralita en la Sala Pradillo que terminó cuando alguien descolgó uno de los auriculares. Cumpliéndose un destino casi griego de aquella fantástica acción no quedó grabación alguna. Utray es, no exagero, uno de los grandes artistas secretos, vertebral para entender algunas de las cosas que sucedieron en el Madrid de los años setenta y también seminal para otros que llegamos después. Y, sin embargo, apenas hay documentación sobre su obra que es, en todos los sentidos, inclasificable. Recuerdo que quise editar un libro que pusiera “las cosas en claro” y que en el estudio de Torpedero Tucumán me enseñó papeles de toda clase; su imaginario expansivo le llevó a proponer editores y profesionales de la catalogación, becarios y supervisores, un laberinto de hermeneutas que prefiguraban una suerte de babelismo. Todo quedó en el aire.
Una de las últimas veces que nos encontramos fue en los actos de inauguración del Museo-Mausoleo de Morille donde enterramos su Pontiac. Llegó con un gorro tiroles, una chaqueta verde fabulosa, ocultando a la espalda un hacha pequeña de aquellas que teníamos en los scouts. Se hizo esperar pero luego se marchó el último, demorándose para anudar corbatas en un árbol. Domingo Sánchez Blanco, con el que mantuvo hasta el final un diálogo creativo muy intenso, grabó una larga conversación en vídeo en la que aparece con un parche en el ojo. Evoca, con bastante sarcasmo, a Bela Lugosi, habla, como era usual, del desapego del fruto del acto, desmantela la solemnidad para imponer una lucidez que hoy añoro. Me acuerdo de su brillantez, de su singularidad, de su magisterio. Me acuerdo de sus discursos increíbles sobre las momias cristalinas del Sudán, de su obsesión por la monadologia, de la pasión pugilística de alguien que había sido campeón de esquí. No podré olvidar nunca a este artista único. Cualquier homenaje resulta, de momento, insuficiente.

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