Hoy me he cruzado, como quién dice, “una morena y una rubia / hijas del pueblo de Madrid”. Bellísimas, se diría de una belleza enlutable. Morena apenas fulgor piercing bajo labio. El lugar de encuentro es del todo tan tribial que no nombrarlo no aportaría ninguna información al evento en cuestión[1]. Con la segunda un par de palabras intercambiadas -doy fé-, pelo amarillo yemas de huevo, un jersey, un gorro de lana. No tienen que decírmelo para darme cuenta de ello: forman parte del Módulo de Estética. Ellas forman parte del mismo por propio derecho y hecho. “Escultura de uñas”. La rubia, no obstante, me lo dice, uno de los mejores de Madrid por lo que entresaco de su boca. Lo que no dice: nombre, móvil, estado civil. No se lo pido porque no importa. Lo que no hay: besos, despedidas, memoria. Sufro la necesidad imperiosa de amar la memoria a la que hace referencia el banquero de Charles Foster Kane en la fantástica película de Orson Welles; quisiera poseerla, a ella, la memoria. Allí, entre un amor material, estatuario, monumentalizado –la gran escultura de una ausencia; aquella que deja en su paso la palabra, tal vez-. Allí, en ese plano donde, encendiendo un cigarrillo[2], el banquero advierte de la futilidad y el carácter selectivo, voluble, de la memoria. Apenas recuerda la historia de su ahijado, por contra nunca olvidará la figura de una mujer, esa con quien nunca intercambió palabra, esa que apenas vio pasar vestida de rojo hace ya tanto tiempo, esa“a quién yo hubiese amado!”. Sin embargo tengo muy mala memoria y los encuentros casuales y furtivos pasan de largo. Nunca aconteció nada. Nunca fue hoy cuando me dijeron, mientras subía las escaleras del metro, justo después de dar la hora[3], “es el tiempo del recreo; veré a mis compañeras en el recreo”. Baudelaire diría: yo quiero estar detrás de la valla.
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[1] Metro de Alonso Martínez.
[2] No fumo así que no me imaginen con un cigarrillo. Es más: no me imaginen.
[3] 18.00 p.m.
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