sábado, 31 de octubre de 2009



Bacterias copionas.
Tenemos que volver, gozosamente, al “fraudulento” retrato del artista como prestidigitador que Orson Welles montó en F for Fake, tomando como punto de partida el documental dirigido por Francois Reichenbach y Richard Drewett titulado Elmyr. The True Picture?, realizado para la BBC y basado en la singular figura de Elmyr D´Hory, reputado falsificador de obras de arte pictórico y afincado en aquellos años en Ibiza . “Fui a ver –declara Orson Welles- a Reichenbach y le dije: ¿Puedo utilizar sus planos? Fuimos a ver al montador, un montador brillante, y encontramos todo lo que él había rechazado; es decir, que lo que yo no rodé, lo cogí de la papelera”. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. El gordo charlatán confiesa que principalmente trabaja como un mago; observamos una llave “que no simboliza nada”, el director advierte que “todo lo que está en la película es puro truco” e incluso se atreve a poner en boca de Houdini una frase extraordinaria: “un mago es nada más que un actor que interpreta el papel de un mago”. Tanto el director de cine como el mago hacen creer. “La verdad –dice Welles en F for Fake- es que hemos fingido una historia sobre el arte. Como charlatán, mi labor consiste en hacerla realidad, no en que la realidad tenga que ver con ella”. Hay que manipular las imágenes que están ahí para que surja lo extraordinario. El maestro del bricolage fílmico termina por reconocer que la cuestión de la autoría es algo que carece de importancia. Jordi Costa y Álex Mendíbil han insertado, con enorme lucidez, en su fantástica muestra sobre el plagio una serie de cuadros de Elmyr, el falsificador que en la película de marras aparece quemando, uno tras otros, los dibujos en los que “homenajea” a los maestros. Resulta que era una especie de modesto pirómano, un buen hombre que acaso se dejaba llevar por el narcisismo, superando, por ejemplo, a Modigliani aunque acaso todos los nombres tendrían que escribirse entre comillas. Nada más entrar en el laberinto lúdico del plagiarismo escuchamos una voz recitando un fragmento de “Pierre Menard, autor del Quijote” de Borges. Sería difícil encontrar mejor referencia para adentrarse en la cultura de la copia, el apropiacionismo o lo que en el texto literario se denomina “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Desde el pseudo-Quijote de Avellaneda al remake de la película El exorcista asistimos al triunfo de la doblez, al despliegue de las astucias que permiten que de lo mismo surja lo diferente, aunque sea a partir, como pensara Deleuze, del retablo de la estupidez . Los hombres tenemos una tendencia innata a la copia, no sólo manifiesta en las “chuletas” tan necesarias en los exámenes, sino incluso fijada en el código genético, trazada en el ADN. “La cultura –apuntan Jordi Costa y Álex Mendíbil- creada por unos seres que aprenden fotocopiando información de una neurona a otra y que, a su vez, llevan incorporado el eco genético de las generaciones precedentes tenía que funcionar, necesariamente, a partir de mecanismos de duplicación” . Aprendemos por medio de patrones de imitación, citamos o acudimos a la cita para no caer, valga la parodia heideggeriana, en la nada anonadante. Todo viene, como no podía ser de otro modo, de las bacterias; Lluís Guiu toma de Margulis la idea de las comunidades bacterianas como una red de intercambio genético a escala planetaria que ha persistido durante miles de millones de años, una especie de Internet paralelo al nuestro y acaso más eficaz .
Aunque, si no nos remontamos a lo microscópico y a ese momento en el que las cosas se acatarran, tendríamos que situar al Pop como cimiento irónico de nuestras tendencias compulsivas copionas. Más que acabar la historia del arte en las cajas de estropajos Brillo, sería a partir del escaparatismo warholiano cuando comenzaría el vértigo de la apropiación, la historia metalingüística, el repliegue definitivo. Del tiempo real y aburrido, de la Factoría plateada y del neo-tancredismo surge el cuestionamiento de lo nuevo y original, la voluntad del artista de apañárselas con lo que pueda, esto es, la estrategia del bricoleur. Si unos trabajan con los restos, en un reciclaje manierista, otros prefieren desparramar su “pensamiento digital” en los weblogs. En la arqueología el arte caníbal y corsario que esboza plagiarismos cabe desde Avellaneda a los apócrifos de Sherlock Holmes, la neocueva de Altamira, las canciones folk de Woody Guthrie y el remake Robbie Williams, las flashmobs como el “Pásalo” del 13-M o la película Rose Hobart (1936) de Joseph Cornell en la que se apropiaba, en un particular desmontaje, de East of Borneo un film que había realizado cinco años antes Melford. Hillel Schwartz señaló en su libro crucial La Cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos que el plagiarismo, como el déjà vu es “inevitable, recurrente, irreprimible” . De la misma forma que el lienzo o la página jamás están en blanco, la imaginación vaga entre fragmentos y huellas que a veces piensa que son las propias o que vienen de ninguna parte. Tal vez sea cierto que los mentirosos y los plagiarios puedan llevarnos hacia una vida en compañía de los demás, apartándonos de la desesperación de lo unitario.
Resulta que el plagiario tiene un carácter amoroso y fiel, no es el iconoclasta ni el resentido, sino alguien que intenta ajustar, como buenamente puede, la “angustia de las influencias”. Con todo, cuesta aceptar que, como dice Rodrigo Fresán, “los plagiarios plagian por amor al arte y sólo desean que sus productos sean entendidos como invenciones” . El copión suele ser el vanidoso, ese mediocre que intenta ocultar la fuente de la que no solamente ha bebido sino que, con maldad inexplicable, ha dinamitado. El plagio es también vírico, prolifera por doquier, no parece tener vacuna conocida. Basta haber conseguido unos pocos aplausos y unas palmaditas en la espalda haciendo el “mono” para que resulte imposible retornar a otra cosa que no sea el truco y la disimulación. Cuando Costa y Mendíbil hablan del “plagio creativo” están refiriéndose a todas las formas de collage expandido, desde el schatch al sampleado, la emergencia del artista como un post-productor, un sofisticado re-mixador. Podríamos hacer una completa apología del traidor-traductor, de los que convierten las versiones en diversiones, de aquellos que entregados al reciclaje no terminan por quedar atrapados en lo que llamaríamos un “imaginario del micro-ondas”. John Oswald tiene toda la razón del mundo cuando señala que un disco puede ser tocado como una tabla de lavar . No otra cosa quería decir Duchamp al animar a usar un Rembrandt como una tabla para planchar. Somos los herederos del ready-made-ayudado aunque en vez de “pasar a la acción” lo hayamos metido todo en urnas y estemos preocupados manteniendo la temperatura constante. Si ahora aceptamos que el plagio es cultura también habíamos guardado silencio, por si las moscas, ante la manifestación de Bergamín de que lo que no es tradición es plagio. La glaciación ya está aquí (lo noté esta mañana cuando al tararear “Qué sabe nadie, etc.” creí que me lo había inventado yo). El modelo del verdadero artista es el don nadie que se convierte en todo el mundo. Tengo que confesar que he copiado esa frase, como otras muchas que ahora no quiero recordar. “¿Quizás -dice Welles- el nombre de alguien no importe tanto?”. Por si acaso, antes de que las bacterias lo copien todo, voy a firmar estas divagaciones.
Fernando Castro Flórez.

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