sábado, 31 de octubre de 2009






Todo gracias al perverso Avellaneda.

Fernando Castro Flórez.

Es manifiesta, como he insistido en otras ocasiones, la ambigüedad de las actitudes artísticas contemporáneas, resultando difícil sabe si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica. Los radicalismos terminan por confesar su estructura paródica, la abstracción deriva hacia una ornamentalidad auto-satisfecha y el conceptualismo revela, en muchos casos, una impotencia ideológica mayúscula. Como Thomas Lawson sugirió, en “Última salida: la pintura” , buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académica. Junto a la fetichización, compulsiva, del documento (simultánea a la mixtificación de la procesualidad) va cobrando una importancia inusual la parodia. Conviene tener presente que es imposible representar una parodia convincente de una posición intelectual sin haber experimentado una afiliación previa con lo que se parodia, sin que se haya desarrollado o se haya deseado una intimidad con la posición que se adopta durante la parodia o como objeto de la misma. Si en la parodia hay una relación de deseo y ambivalencia, en la proliferación de los estilos plagiarios no aparece más que un patético anhelo de notoriedad, una urgencia por conseguir, a toda costa, la fama, por precaria que esta sea, asumiendo, una ironía, en sí misma desgastada, que, finalmente, funciona como una coartada . A lo mejor se trata de producir lecturas escrupulosamente falsas, de llevar hasta el límite extremo el juego, vale decir, de tomar “en serio” nuestro arte de la colusión. Las estéticas desencantadas con el vanguardismo, las estrategias “alegóricas” de los años ochenta, desarrollaron, hasta la saciedad, la cita y el reciclaje de las imágenes. Un fenómeno especialmente intenso de aprovechamiento y acaso cancelación de la historia. Esas estrategias de rivalidad mimética que pudo ser un mero camuflaje del poder que se “obviaba”. Las refotografías de Sherry Levine (siguiendo, entre otros, a Walker Evans), las actualizaciones de Elaine Sturtevant (cuando utiliza material cedido por Warhol para hacer unas flowers), las versiones o mejor remedos de los cuadros de mujeres de Picasso que hace Mike Bidlo, revelan una sintomatología duchampiana, al mismo tiempo que establecen, con enorme lucidez, el zeitgeist post-estructuralista. La idea de Barthes de la cultura como una palimpsesto infinito, las meditaciones foucaultianas sobre la muerte del autor o la diseminación nomadológica tematizada por Deleuze y Guattari planean junto a una aguda certeza de que el destino o, en términos de Baudrillard, la estrategia fatal implica la proliferación de los simulacros. La cultura de la “apropiación” no a producido, como piensan algunos interpretes, un cuestionamiento de la firma, antes al contrario, esta ha multiplicado su fuerza y respeto notarial. Thomas Crow habló del grado preciso de originalidad residual requerido para poner en acción, con toda su eficiencia, la economía del arte. En cierta medida, los críticos ingeniosos encontraron el tipo de manipulación de signos que les convenía, los trucos y parodias que daban juego para la “interpretosis”.
El artista actual está condenado a copiarse a sí mismo o bien a reprogramar obras existentes. Entre los ejemplos que Nicolas Bourriaud da de post-producción en el arte contemporáneo se encuentran el video Fresh Acconci (1995) de Mike Kelley y Paul MacCarthey en el que hacen que actores profesionales interpreten las performances de Vito Acconci, One revolution per minute (1996) de Rikrit Tiravanija en la que incorpora piezas de Oliver Mosset, Allan McCollum y Ken Lum, Pierre Huyghe proyecta un film de Gordon Matta-Clark, Conical intersect, en los mismos lugares de su rodaje o Jorge Pardo que manipula en sus instalaciones piezas de Alvar Aalto, Arne Jakobsen o Isamu Noguchi . Se utiliza lo dado en una estrategia semejante a la del sampler: el artista es un remixador. Hay que darle un valor positivo al remake sin, por ello, caer en el alejandrinismo cool. Somos, no cabe duda, los herederos glaciales de un relativismo de los valores, podríamos convertir en divisa museal aquella observación de Braco Dimitrijevic de que vista desde la luna, la distancia entre el Louvre y el Zoo es escasa. Este artista acentuó la fricción entre lo aurático y lo banal en la serie Tripthychos Post Historicus donde combinaba una obra maestra, un objeto corriente y una verdura o pieza fruta. El literalismo formal era, ciertamente, la manifestación de la honda fascinación o, acaso, del hechizo del Museo sobre el imaginario contemporáneo. El citacionismo, la complicidad, el ludismo cultural funcionan como algo más que un escamoteo, son una forma de encriptamiento ante lo que llamaré, de forma imprecisa, “falta de magia”. Asistimos, en todos los sentidos, al triunfo de la fantasmagoría .
Si Cheryl Berstein elogiaba, en su ensayo “Fake as more” escrito a principios de los años setenta, las réplicas que Hank Herron había realizado de obras de Frank Stella, Nick Stove, con mayor sagacidad aún, renunció, tras una complicada trifulca con Roselee Goldberg, a su práctica instaladora y performativa para realizar un erudito estudio sobre Orson Welles que podemos tomar como una meta-crítica de una época de un manierismo inquietante. No se trataba de acabar con la máxima, proferida precisamente por Stella, de “lo que ves es lo que ves”, enredándose en una mezcla de revelación del fetichismo y situacionismo descafeinado, sino de radicalizar los trucos, entregarse, con lucidez, al ilusionismo: Stove citaba, sin oscurantismos, F for Fake, el retrato del artista como prestidigitador de Orson Welles. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. “Soy un charlatán –afirma Welles en su memorable film- Solía ser un mago y aún trabajo en ello”. Pero no debemos dejarnos engañar tan fácilmente, incluso el mago deconstructor, Houdini el maestro de la fuga, es un actor que interpreta el papel de un mago. En “Palimpsest”, un ensayo aún no traducido de Marcia Tucker, encontré una sorprendente comparación entre el magistral director de Citizen Kane y el que ella llama “el perverso Abellaneda (sic)”. Es significativo que en la compilación Art After Modernism: Rethinking Representation, realizada por Brice Wallis y publicada por el New Museum que en ese momento dirigía precisamente Tucker, el primero de los textos con el que nos enfrentamos sea “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges . En ese fascinante “relato” se expone el raro caso de un escritor que trescientos años después de Cervantes intentó producir una páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea con las de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote y un fragmento del capítulo veintidós. “Menard (acaso sin quererlo) –escribe Borges- ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”. Por su parte, Harold Bloom apunta que la segunda parte de las aventuras quijotescas “fue espoleada por la falsa continuación de Don Quijote escrita por un tal Avellaneda” . La verdad, “cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (sagaces palabras de Menard tras los pasos del ejemplo cervantino), es que Avellaneda es el origen de todo lo que nos pasa. Nuestras crueles y ridículas andanzas, no menos raras que aquellas de un lector manchego, están dispuestas para la parodia, son “tenues avisos espirituales” de un naufragio imponente. “La verdad –dice Welles en F for Fake- es que hemos fingido una historia sobre el arte. Como charlatán, mi labor consiste en hacerla realidad, no en que la realidad tenga que ver con ella”. Acaso una de las tareas del arte sería encontrar un lugar en el que es siempre otro el que habla .

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