viernes, 30 de octubre de 2009

No debemos olvidar que lo satírico, lo burlesco y, en general, lo bufo, cumplen una función tremendamente conservadora en lo social. El culto a lo excremental o la cerrada ovación al bestialismo, por ejemplo, no constituyen precisamente una novedad en el ámbito artístico. Y desde luego no son en modo alguno «revolucionarios». De hecho vivimos en una sociedad en la que la blasfemia es formalmente imposible (aunque aparentemente acontezca por doquier). Lo cual da idea de la solidez del sistema.

Echo de menos ―últimamente echo de menos muchas cosas― el compromiso político. Hay muchos que entienden que la máxima expresión de la independencia consiste en criticar siempre al gobierno, o en realizar afirmaciones del tipo: «todos los políticos son iguales». Ya. También están ―a veces son los mismos― los que dicen que no les interesa la política, o que ellos no profesan ninguna ideología. Suelen ser de derechas (o terminan por hacer el juego a la derecha, que a fin de cuentas es lo mismo). Personalmente prefiero a los que lo manifiestan abiertamente. De un tiempo a esta parte no faltan, por cierto. Usan la etiqueta de «liberal», eso sí.

En este país hubo una época en la que se decía que la derecha carecía de intelectuales. Los escritores, los artistas ―la gente, en suma, que tenía algo que decir― solían ser de izquierdas. Hoy la situación es casi la inversa. Podría afirmarse, claro, que lo que sucede es que ya no quedan intelectuales. Puede que sea cierto. Pero el caso es que, de haberlos, hoy están en la derecha. La (supuesta) izquierda, con el maltrato que ha dispensado a «la cultura» cuando ha tenido oportunidad de gestionarla, quizá no esté exenta de responsabilidad en el asunto que nos ocupa. El «buenrollismo» ha hecho estragos. Y en esas estamos, me temo.

Cuando hoy en día se da la extraña circunstancia de que coincidan en un mismo individuo mentalidad de izquierdas y cierto talento, invariablemente sucede que se aparta de la política como de un lodazal, llevando su ideología en secreto, como una profesión clandestina de la que casi se avergüenza. Luego están aquéllos ―en la izquierda, digo― cuyo único talento conocido es precisamente decirse «de izquierdas». Pero ése es otro asunto, además se les conoce pronto.

En cambio a los liberales ―o sea, a los de derechas― no les da ningún miedo decirlo. Ni nada. No les da miedo nada. Tampoco el ridículo, dicho sea de paso. Pero en el ámbito de la cultura están menos reñidos con el buen gusto. Hoy es cosa conocida que los mejores suplementos culturales pertenecen a periódicos como mínimo conservadores (cuando no ciertamente de una ferocidad ultramontana). No es un hecho de gran trascendencia pero resulta sintomático. Y, qué quieren que les diga, me ensombrece el ánimo.

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