La pasividad de la muerte hace que, por contraste, aparezca todo lo que aún queda
de acción, de impulso, de juego vivo en el rodeo o en el desgaste sexuales: al morir,
no gozamos de la muerte, incluso aunque la deseemos, mientras que el deseo, en el
juego sexual, aunque sea mortal, y aunque se aparte de todo goce y lo torne imposible,
nos promete aún o nos brinda el movimiento de morir como aquello que podrá ser recogido –goce infinitamente repetido– de la vida, a expensas de la misma (Blanchot, 1994: 130).
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