Poco antes de bajar el telón navideño, volví a ver por no se cuanta vez El Ángel Exterminador. Me quedé dormido visionando el implacable encierro. La película quedó en loop toda la noche. Desperté con la escena del brindis. Una vez que terminó, a desayunar pero antes tenía que ir a fisgonear cómo iba en lo de Arrabal. Mientras testeaba lo hecho, le daba vueltas a la idea de cómo películas, al igual que esos libros que lees infinidad de veces, cuando provocan no sólo una satisfacción sino que gatillan la lógica tajante de la vocación, transforman lo que puede ser no más que una simple diversión (para la bien constituida civitas) en aislamiento y marginación. Un cuerpo extraño. No sé por qué recuerdo, mientras redacto este posteo, haber visitado la casa de un conocido artista local con una biblioteca increíble, con clasificación y todo. Al curiosear entre los libros me di cuenta que casi ninguno había sido ni siquiera hojeado. Con desparpajo me dijo que le gustaba tener los libros que sus amigos intelectuales leían y comentaban. Seguido precisó que no estaba ante una acción de arte. De repente, me ví en medio de un plató donde libros reales eran utilizados como utilería. Y, por lo percatado, las obsesiones escenográficas de Visconti no estaban en el disco duro del anfitrión. Me hallaba, pues, ante una biblioteca sin pátina.
domingo, 26 de diciembre de 2010
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