martes, 28 de diciembre de 2010

me he entregado a una siesta de órdago: 3 horas sin concesiones. He soñado algo compacto (cosa infrecuente): estaba en NY y había ido a ver ópera al Linconl Center. Al salir, como de costumbre, tenía problemas para encontrar taxi y me puse a caminar. Por el camino me acojoné porque parecía que me perseguían malandros para robarme la cartera en la que llevaba, entre otros billetes, uno grande de 100 dólares. Estaba que no podía ni con mi culo. Como Rambo, no sentía las piernas. Menos mal que silbé, in extremis, a un taxi que resultó ser un camión sin la parte de atras del trailer. Me senté al aire y comprobé que el chófer era un negro enorme. Fue saludando a diestro y siniestro y se le sumaron algunos colegas. Al llegar a mi barrio que parecía un trozo escalonado y estrecho de una isla griega comenzó a liarla parda. Se metió por unos callejones encalados saturados de restaurancitos donde los que reconocí como mis compañeros de residencia de estudiantes (no tengo ni puta idea de por qué mi mente calenturienta se ha remontado a esa condición sin variar mi edad) neyorquino. El taxi-camión subía escaleritas como un transformer y hacía que los parroquianos se tuvieran que retirar con los platos de calamares a la romana a punto de caer al suelo. De últimas un puertoriqueño sabrosón que vive en el piso inferior al mío vino a chocar en plan rapero con el chófer. Resulta que este también era hispano, concretamente dominicano. Apareció una chica con un traje de "Tropicana", cubana para más señas y llamada Rosette, con unos ojos enormes y un pelo negro ensortijado. Se pavoneó delante del respetable y enseñó de rematé un culete chiquitín y fiestero aunque lleno de manchas de un negro más intenso inquietantes, cuando menos. Állí se mentó a un propio cubano que era el maromo de la señorita que, según comprendí, estaba alejado de esos predios. Las risotadas aumentaban y el mirar picaruelo tampoco decrecía. De pronto, en plan Lynch, me vi en una sala de techo bajo, alicatada con baldosas blanco brillante con uno de los que se había agarrado al pescante del taxi-camión que vestigo con un traje de los Sirex se arrancaba, micro en mano, por rumbas caribeñas. Antes de ofrecer tan soberbio espectáculo al respetable grito como un poseso: "Viva la ausencia del pueblo Yoruba". Supongo que entendían que la plaza de la cubana estaba sin dueño o sin guardia pretoriana. Anoto este delirio onírico por una sola razón: mientras soñaba, en los momentos finales, no dejaba de pensar obsesivamente en que la mente es capaz de imaginar dormita maravillas y locuras que luego es incapaz de producir cuando todos los sentidos (en apariencia) están despiertos. Es curioso, estaba gozando del sueño y de la siesta pero se imponía el deseo paradójico de incorporarme y escribir lo que había "pasado". El combate era agónico porque en plena somnolencia surgía la certeza de que lo soñado se perdería en casi su integridad y tendría únicamente algo deshilachado, fragmentos que tendría que rellenar con porquería racional. Desde la cama anoté, en el libro de Lucy Lippard "Seis años de la desmaterialización del arte" la frase esa de "Viva la ausencia del pueblo Yoruba". No quería conectar mi onirismo con los orígenes del conceptualismo sino que el puro azar (la vecindad sobre una mesilla, antaño mesa de disección, de un libro de arte contemporáneo, digamos una máquina de coser, y mi mente semi-depierta, llamemos a eso un paraguas) había ofrecido ese otro "lujo" polvoriento post-duchampiano. En fin, por escribir estas notas me perdí un concierto que prometía mucho aunque también puedo pensar que en realidad no entregó nada.

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