jueves, 9 de diciembre de 2010

Musée de Beaux Arts, W. H. Auden


En lo tocante al sufrimiento jamás se equivocaban,
los Grandes Maestros: hasta qué punto comprendían
su lugar en el mundo de los hombres; cómo hace acto de presencia
mientras alguno come o abre una ventana o cruza por su lado sin prestar atención;
cómo, mientras los viejos esperan con pasión reverente
el nacimiento milagroso, hay siempre
niños que no tenían ganas de que ocurriera, pues preferían patinar
en un estanque junto al bosque:
no, jamás olvidaban
que hasta el martirio más terrible ha de seguir su curso
no importa en qué rincón, qué paraje mugriento
donde los perros viven como perros y la montura del torturador
se rasca el inocente trasero contra un árbol.

En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: cómo todo le vuelve
la espalda a la tragedia sin inmutarse; es probable
que el labrador oyera el chapoteo, el grito resignado,
pero a sus ojos no era un fracaso importante; el sol brillaba
como debía sobre las blancas piernas envueltas por el agua
verde; y la nave costosa y delicada que vio sin duda
algo asombroso, un niño que caía de los cielos,
tenía adónde ir y prosiguió su viaje imperturbable.

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