domingo, 14 de noviembre de 2010
en bastantes ocasiones he repetido la frase de Robert Smithson de que "el arte degenera cuando reproduce la condición de jardinería". Como tantos otros artistas se equivoca de punta a punta. La jardinería es, como he podido comprobar ayer, el único arte digno de ser tomado en consideración. A pesar de mis rigurosas reglas morales, doblé el espinazo, incluso reventé el pantalón vaquero y, con el culo mojado y las rodillas en carne viva me puse a plantar unas sublimes flores de color violeta. Con el solamen otoñal casi me da algo. No quise desertar por estricto pundonor misógino. Mi mujer, apenas a seis metros, trajinaba en los mismos sin elevar al cielo impoluto queja alguna. Al intentar hacer un agujero en la tierra húmeda casi me jodo la muñeca. Razón suficiente para adorar el arte topiaria. Subí y bajé la escalera de casa, arrastrando los pies como un inútil y con la espalda encorvada. Apesadumbrado o teatralmente melancolizado ante la magnitud terrenal (más allá de todo heideggerianismo) de mi tarea. No dude, en plan crápula, en trasegar un par de cervezas como entreactos de este esfuerzo titánico. Finalmente tras casi una hora de sudores fríos, esto es, de exposición al catarro inminente, planté diez floripondios. La cosa no quedó ahí. Tras dar la brasa con tenacidad conseguí plantar cinco acebos en la entrada de la "huertica". Casi una profanación que, en realidad, es un homenaje. Nací en la calle Acebedo, luego cambiada de nombre por "Calle Cartas". Lugar de la correspondencia, esto es, anticipación de las "dead letters" de Bartleby. Creo que Manuela cedió a mis intenciones, a pesar de que no dejaba de decir que Antonio se pincharía al recoger los tomates, porque algo tendría que tener de recompensa tras poner mis lomos en aprietos. "Deck the Halls with Bucks of Holy" dice el villancico inglés que en traducción rápida es: "decorard los salones con ramas de acebo". Mis razones son poderosas: biográficas, navideñas, incluso sexuales (hay acebos machos y hembras) y puramente inerciales (ya que habíamos comprado las plantas no era razonable que volviéramos con los pinchos al lugar de procedencia). Al caer la tarde llegó el último acto que, como Pascal dice, es inevitablemente trágico. Me puse la pala al hombro, en plan enterrador, y comencé a dar paletadas a un montón de piedras rosadas para rellenar la jardinera de arriba. Demoledor. No quería llorar pero, lo juro, pasé las de Caín. Manuela ordenaba y mandaba: aquí y aquí, ahora al fondo, más por el centro, al borde ya. Cuando regresaba en busca del amor del fuego, anhelando mi chimenea onírica, no pudé reprimir un lamento. Era como una copla en tierra extraña. Al próximo que cite algo contra la jardinería le obligaré a tirar de pala. Para que aprenda.
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