Acabóse la miseria, bizarros. No más oricios hasta el próximo AlNorte. La temporada ha muerto. Fue penosa, salvo aquellas dos jornadas inolvidables.
(publicado en El Comercio. Autor: L. A. Alías)
Los comprábamos a tres duros la palada y hoy tasamos las unidades mientras la alta cocina homenajea su ‘hálito de borrasca y esencia de tempestades’, que dijera Camba.
Sobre las nueve de la mañana llegaba las camionetas al Campo Valdés y estacionaban en línea justo frente la fachada palaciega del colegio del Santo Ángel. Sus conductores, mayoritariamente pixuetos, naviegos, tapiegos y lucenses de la A Mariña, bajaban, abrían las puertas posteriores de las cabinas descubriendo la montaña de oricios interior, y al momento cogían la pala. Los clientes nos acercábamos y comprábamos una o dos paladas, que en docenas sumaban las suficientes para satisfacer a una familia numerosa.
Aunque por aquel aún próximo entonces los oricios jamás se tasaban (¡qué miseria!) en docenas. Había grandes bolsas de papel de estraza para quien no trajera su propio saco, lo que añadiría una peseta a los tres, cuatro o cinco duros de la palada que rigieron entre el sesenta y nueve y el setenta y cinco. La prueba era gratis para demostrar que, relojinos o gordos, rebosaban contenido. De paso los oricieros contestaban alto y claro a quien protestara o chalaneara el precio que –repetían– pasaban iguales fatigas y peligros que un percebero para ganar, en cambio, una miseria.
En los comienzos de esta venta ambulante muchos gijoneses, especialmente playos, mostraban reticencias a pagar por un bicho cierto que apreciado y delicioso, pero a mano de recolector, que todavía abundaban por las rocas de San Pedro, La Cantábrica, Santa Catalina y casi todos los pedreros asturianos. Bastaba buscar en los bajíos del Cerro para, provistos de la imprescindible navaja y con el dedo de cuchara, merendar gratis.
En muy poco tiempo todo cambió. Mediada la década de los ochenta la pasión creció con desmesura perfectamente justificada al reencontrarnos los asturianos, de pronto y devocionalmente, ante el cofre que defiende a pua erizada la esencia concentrada y pura de nuestro mar. Y convertimos en rito invernal lo que era prueba ocasional.
Después, tras prácticamente esquilmar las reservas propias, hemos ido devorando los oricios gallegos, portugueses, andaluces, marroquíes y vamos camino de Sudáfrica.
Además las últimas y brillantes generaciones de cocineros llariegos vieron en los oricios no sólo un manjar en sí, precisado sólo de frescura absoluta y una cucharina, también a un aristocrático protagonista de la alta cocina que perfuma y saboriza con la plenitud de su esencia cantábrica, aquello que toca y realza; y se lo han dicho y enseñado a sus colegas vascos, catalanes y madrileños convirtiéndolos en reclamado objeto de deseo.
Una ausencia y un padecimiento de los que, a pesar de escaseces y marejadas, nos saca el invierno para llenarnos de yodo y alegría con las aguas, tripas y corales de este equinodermo que sabe a mar, que sabe a Asturias y que sabe a gloria.
TARTAR DE ATUN ROJO Y ORICIOS: Picamos el atún en trocitos pequeños y lo aliñamos prudentemente con estas siete especias; canela, cilantro, tomillo, jengibre, anís, hinojo, clavo y aceite sésamo. Dejamos que el picado macere un poco. Mientras tanto abrimos los oricios, les extraemos los corales, los separamos delicadamente, y los añadimos al picado, que extendemos en plato y decoramos con pepino.
jueves, 18 de marzo de 2010
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