He estado revisando, últimamente, algunos momentazos del stage diving, o en castellano: saltar a la masa desde el escenario. El primero en hacerlo sistemáticamente fue Iggy Pop y desde entonces fue una práctica relativamente extendida en el mundo del rock and roll. El stage diving es un gesto dialéctico puro, a través del cual el roquero reconoce su diferencia para con la masa indiferenciada del público –camina o es sustentado por ellos como Jesucristo sobre las aguas- al mismo tiempo que reconoce que tal diferencia es una distinción entre los demás. A diferencia de otras celebrities, la imagen ofrecida por el roquero no es el de un triunfador en el ascenso social; por muy elevado que sea su poder adquisitivo, su vestimenta intenta imitar el “sencillo desarreglo y la desequilibrada grandeza” de su público (por invertir los términos de la belleza griega según Winckelmann); a diferencia del popstar, cuyos modelitos siempre aparecerán como inalcanzables. Mediante el stage diving podríamos decir que el roquero regresa a su suelo nutricio, en un doble gesto de confianza (probar el frío suelo nunca está bien) y sacrificio (el cantante, ese sujeto desde el cual se proyecta la música, deviene objeto transportado, guardado con tesón y en buena medida despedazado).
No es una sorpresa que los cantantes de pop no practiquen esta costumbre con tanta asiduidad: en este género la dialéctica entre el público y el escenario es menos rica por causa de la radicalización del espécimen fan. Desde que John Lennon fuera asesinado por un seguidor enloquecido, hay un cierto miedo a ese otro masificado que te ama, hasta el límite del despedazamiento. Forma parte del imaginario colectivo la espontanea con las tijeras dispuesta a llevarse un trozo de su ídolo (el que sea), con ciertas resonancias báquicas. Lo que Eurípides denominaba en sus Bacantes sparagmos (caza de un animal vivo para su posterior sacrificio e ingestión) se ha convertido en el pop actual en el temido y siempre esperado asalto espontaneo de la masa sobre el escenario. En el concierto, frente al despedazamiento por el que la masa enfurecida de los espectadores clama, el popstar se refugia en una esfera autónoma de vanidad que, a pesar de necesitar de la presencia de otro (masificado, repetitivo y pulsional –a su órdenes en definitiva-) que le devuelva su imagen de distinción y superioridad, evita todo contacto. Se tiende, por compesación, a exacerbar los fuegos de artificio, tachuelas y purpurina. La excepción que confirma la regla es Robbie Williams, quien hasta hace poco nos tenía acostumbrados a escenas de romanticismo y sexualidad con espectadoras intercaladas in medias res de baladas no menos pasteleras. Aquí el sentimiento de inferioridad y la depresión se resarce sexualmente individuando a ese otro masivo que corea el nombre del cantante. Claro que Robbie nunca quedó satisfecho y las escenas comenzaron a repetirse, esta vez con periodistas, otras cantantes, etc. El cantante inglés, manifiestamente adicto a la cocaina y al sexo, ha estado rehabilitándose durante los dos últimos años –a pesar de que las malas lenguas afirman que había dejado la música para dedicarse exclusivamente a la búsqueda de OVNIs. Ahora, tras su returns manifiesta tener pánico escénico y se niega a satisfacer las exigencias de su discográfica, la cual quiere por todos los medios organizar una gira aprovechando el tirón (en tiempo de crisis) que causa este ninfómano redimido (atractivo –añadiría yo- en tanto simboliza el regreso de lo prohibido que ha sido reprimido y clama por manifestarse de nuevo). Os dejo un video donde se mezclan (metafóricamente) todas las facetas de su personalidad: la preocupación por el qué dirán (“You know this one; you like it?”), el deseo infructuoso de ascenso y superioridad (con esa silla tan cutre no se llega a ninguna parte) y, por último, el beso de final (con levantamiento del miembro viril incluido); todo ello bajo el rótulo “Misunderstood” (¡pobrecito incomprendido!):
Todos sabemos que el asalto espontaneo de la masa sobre el escenario es el siguiente paso tras el stage diving, el cual rompe las barreras espaciales entre escenario y público, del mismo modo que dar la voz al público rompe las barreras musicales entre el sujeto y el objeto, entre cantante y oyente. Mediante este último gesto, se constituye definitivamente al público en sentido contemporáneo y popular como sujeto colectivo con autonomía propia. La actividad de este nuevo público no se reduce a la mera escucha pasiva y al reconocimiento de la representación musical, mediante un gesto de aprobación convencionalmente estipulado (el aplauso). Por el contrario, se trata de un público que requiere constantemente de atención, en el doble sentido de preocupación por (el público como gran Leviatán, monstruo terrible e irracional) y cuidado de; un cuidado que se expresa de múltipes maneras, hasta el límite de la provocación y el insulto: ante todo debe ser constantemente convocado a la aprobación y la participación, tratándose como se trata de un público que se aburre fácilmente, por contra de fácil satisfacción y que, nunca lo olvidemos, ha acudido a en busca de una forma específica del entertaiment consumista-capitalista: el de la experiencia colectiva donde, a través de la música en común, se funden las barreras entre los individuos. Problema: la satisfacción de este colectivo en fusión puede, de nuevo, expresarse de múltiples y contradictorias maneras: no solo mediante silbidos o coreando nombres, emitiendo gemidos terribles y masivos (todo ello tajantemente prohibido en las Konzertsaale vienesas). Estamos hablando de combates de barro durante el concierto de Green Day en el 25 aniversario de Woodstock (a partir de este acontecimiento también conocido como Mudstock ’94).
En estos breves minutos poseemos prácticamente casi todo: el público transformado en gran lodazal indiferenciado que pugna por tomar el escenario, las patéticas figuras de los voluntarios que intentan por todos los medios mantener la ley y son por lo tanto los que habilitan la posibilidad de su quebrantamiento (en el momento en que son superados: “ok, we are gone, all it’s over”), el cantante intentando destruir el micrófono, ese centro fálico de poder a partir del cual se emite la Palabra, en un gesto de ingenua rebeldía (¿finalmente frustrada?), el bajista mimetizándose a ras de suelo con el entorno cubierto de barro, de nuevo el cantante que pide al público que le mande callar y que, al mismo tiempo que se expone como objetivo de su aprecio embarrado, desearía en realidad confundirse con el público en un combate de todos contra todos: persigue a un espontáneo hasta expulsarlo de su fortín, hace que un chaval repita sus palabras, etc [Paréntesis: este chico, de nombre Billie Joe Armstrong, ya mostró en otro concierto la capacidad que tenía de interpelar y ser interpelado por un tipo concreto del público, hasta el punto de lanzarse a dar hostias. Estamos en el otro extremo del miedo a ser despedazado: el héroe-cantante se abre paso a base de galletas entre el público. El video lo tenéis aquí: http://www.youtube.com/watch?v=X5dF6Sj3WYo&NR=1.]; finalmente una última anécdota: después de que la toma del escenario fuera una realidad, el bajista fue “blocao” por un guardia de seguridad, quien le había confundió con un espontáneo más. Le partió dos dientes. Ya en el suelo, el dañado músico le dijo: “Ey, soy el bajista” y el guardia contestó: “Eso dicen todos.” He aquí la culminación de la democratización de la cultura de la que hablábamos al comienzo: todos pueden pretender que son el bajista; la diferencia entre serlo o no es relativamente escasa.
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