miércoles, 24 de marzo de 2010

De ángeles y barberos


A propósito de una intervención de TAUN ayer en un congreso sobre crítica de la modernidad me surgen algunas dudas.

Se planteó la cuestión de la función ―social, se entiende― del artista (en sus avatares de dandy, maudit o flânuer) en aquel París terminal que asistía al advenimiento ―ay, quizá definitivo― de la sociedad de masas. Las aspiraciones de aquellos tipos (Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud o André Breton) no eran revolucionarias: más bien parecían estar guiados por un impulso feudo-medieval de distinción aristocrática que los hacía moverse en un registro un tanto agónico (a pesar de la innovación aparente del gesto). Esa tensión resultó inequívocamente fecunda en muchos casos, pero sus efectos sociales me parecen tremendamente conservadores ―sí, quizá esté yo derivando a mi vez hacia la paranoia: veo conservadores por todas partes― desde el mismo principio. La mejor forma de desactivar la transgresión es instituirla, y la forma más sutil e implacable de institución es precisamente la mercancía. Aquellos tipos no se sacrificaron ni por el arte ni tampoco por el orden burgués, me parece más exacto decir que se consumieron. En todos los sentidos. Y es que el consumo es el material con que se construyen los muros de nuestra prisión. Pero ese París de vanguardia fue una época fugaz. Si ya entonces la función del artista era cuando menos ambigua ¿qué decir de hoy en día, con un capitalismo mucho más refinado y total?

Ah, el crimen, el crimen. El crimen y su indistinción formal respecto al arte. Pues creo que tampoco ahí está la clave. Me temo que «arte» y «crimen» son categorías que no tienen sitio (por carecer de referente) en una sociedad que, como la actual, desconoce la transgresión.

Ya saben: todo lo sólido se desvanece en el aire.

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