domingo, 11 de octubre de 2009

uno de los gestos "ortodoxos" del arte moderno y contemporáneo es cuestionar el Museo para conseguir, cuanto antes, el mejor emplazamiento ahí. Leyendo la crítica de Javier Rubio Nomblot sobre Kepa Garraza (Galería Salvador Díaz, Madrid) reencuentro algunas anécdotas sabrosas: "Señor Cocteau, si alguna vez se quemara el Museo del Louvre ¿usted qué salvaría?". "El fuego", responde impertérrito el poeta. En la Cripta de Pombo, cenáculo proto-futurista, Alfonso Reyes proclama algo que todos comparten: "Queremos quemar los museos y fundar el museo dinámico, el cine de bulto, el filme en tres dimensiones (...) Queremos el museo-teatro-circo, con derecho a saltar al plano de las ejecuciones". Han pasado ochenta y cinco años de ese "desafío" y hoy como antaño, insisto, el objetivo es instalarse confortablemente en la vitrina. En el centenario del futurismo releemos la palabras de Marinetti: "Queremos liberar a este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios. Ya por demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de ropavejeros. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren por completo de cementerios". Desde la más recóndita aldea a la más bulicosa de las metrópolis, el Museo pavimenta, valga la redundancia, el miedo a lo verdaderamente desconocido. Todo radical que se precie debe ser ipso facto catalogado, promocionado y, si es suficientemente cínico, condecorado de la forma más ridícula. Aunque ha llegado la crisis todavía hay posibilidades para que los pesebres están rebosantes. Los políticos tienen lo que necesitan: centros culturales, bienales, ferias de arte, coloquios internacionales, agregados y diplomáticos, burócratas serviciales perfectamente uniformados, comisarios de distinto pelaje pero idéntico aburrimiento. Y, sobre todo, una legión inmensa de artista ha terminado por aceptar el juego del aburrimiento y así asumen el papel de lacayos, ilustradores de las "tesis" (si este término no es aquí una des-verguenza) más delirantes, bricoleurs de su propio desmantelamiento. En Santiago de Chile, en el curso de la Trienal, asistí a la inauguración del Micromuseo de Lima. El curador se presenta como un chófer de un autobús y nos informa que han decidido (en un plural inquietantemente dogmático) que a partir de ya los que hacen las obras y los que las teorizan serán denominados "artífices". También considera que la expresión "Museo de Arte Contemporáneo" es innecesaria e incluso está obsoleta. Entre varias notificaciones funerarias lanzó su consigna: "al fondo al sitio". Lo sorprendente es que la exposición que anunciaba un cuestionamiento paródico de lo "hegemónico" era de un académico extremo. Tal vez es eso lo que se busca, lo necesario: un pop para-religioso, un imaginario travestido, una profanación para una época sin ritual. Tengo que darle algunas vueltas más. No me quedó nada claro. O, para no marear, llegué a pensar que seguíamos donde estábamos.

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