domingo, 11 de octubre de 2009
Los secretos indecentes de Guantánamo.
“No estoy seguro del propósito que tendría revelarlas”, declaró el general Antonio Taguba, responsable de la investigación abierta por el Pentágono sobre las torturas en Guantánamo. Las fotografías tenían que permanecer guardadas, en secreto, ajenas a la mirada pública. “La mera descripción de estas imágenes es suficientemente horrenda”. El militar hace, con frialdad, una ekfrasis del horror al modo de un resumen o sumario de lo que él si ha visto: soldado norteamericano violando a prisionera, traductor americano-egipcio sodomizando a prisionero masculino, uso de tubos fluorescentes, porras y cables como herramientas de tortura sexual. “Las fotos muestran torturas, abusos, violaciones y muchas otras indecencias”. A pesar de su profesión de fe, en tiempo electoral, en que había que hacer públicas las imágenes de Guantánamo, Obama ha tomado la decisión de no hacerlo que dijo, cumpliendo una de las máxima de la democracia: decepcionar descaradamente y cuanto antes. Bryan Whitman, portavoz del Pentágono, declaró al periódico británico The Daily Telegraph que “ha mostrado una incapacidad de hacerse con los datos correctamente” y que ninguna de las fotos en cuestión “muestran las imágenes que se describen”. En la misma línea pseudo-argumental, el jefe de prensa de la Casa Blanca, Robert Gibas, afirmó ayer que “ninguna de las fotos muestran las imágenes que se describen”. Es singular este modo de negar algo que no puede verse y que además es “secreto militar”. Una especie de asimetría entre el discurso y las imágenes convierte a todos en perfectos mentirosos. El mismo Obama dijo que “la publicación de las fotos no añadiría ningún beneficio a nuestra comprensión de lo que hicieron en el pasado un pequeño número de individuos”. Cuando remonta a una temporalidad pretérita los hechos lo que quiere, a toda costa evitar, es admitir que eso sigue pasando y, al mismo tiempo, su cínica forma de aludir a los militares como “un pequeño número de individuos” no puede servir como coartada a un estado que, por derecho propio, ejemplifica la indecencia y el comportamiento encanallado. “Su difusión –continua el presidente del “Yes we come”- inflamaría el antiamericanismo y pondría a nuestras tropas en peligro”. Sin duda, el fundamentalismo del Imperio prefiere cometer crímenes contra la humanidad que poner el peligro a uno solo de sus soldados o, para ser más preciso, de esos “individuos” que sitúan sus acciones siempre bajo el paraguas de la ley de la impunidad. “No estoy seguro –concluye el presidente más mediático desde Kennedy- del propósito que tendría revelarlas. Pondría en peligro a nuestras tropas cuando más las necesitamos”.
Tal vez el único propósito digno de hacer públicas esas imágenes sería el gesto de aceptar que las torturas se han cometido sistemáticamente. Porque tampoco tendría sentido colaborar a la extensión del apofatismo del horror. Vale la pena releer aquel famoso pasaje de La República de Platón en el que Leoncio, subía del Pireo por el exterior de las murallas de la ciudad, cuando vio unos cadáveres que yacían junto al verdugo. De pronto sintió el deseo de mirarlo, pero a la vez experimentó repugnancia y quería apartarse. Tensión paradójica que hacía que luchara contra sí mismo lo que llevó a cubrirse el rostro; sin embargo, como cuenta Sócrates, terminó por ser vencido por el deseo y abrió los ojos de par en par: “Y finalmente se dirige a sus ojos, sus propios ojos desorbitados, semejantes a los de las potencias diabólicas: “Mirad, dijo, “genios del mal, hartaos de este hermoso espectáculo””. El horror es una de las más potentes categorías estéticas y, ni siquiera el miedo, frena la curiosidad morbosa, ese deseo enrarecido de encontrar placer en la contemplación de la carroña. “El arte –afirma Jean Clair- ha domesticado todos los demonios del mundo visible e invisible, los animales, las plantas, los mares y los campos, las ciudades y los desiertos, a los monstruos, los ángeles, los demonios y los dioses; hasta a los perros, según Rimbaud. Pero no parece que haya domesticado el horror”. Muchos hombres están privados en el mundo de ciudadanía (en el sentido ilustrado) y, a esa obviedad, se añade la de que no se cuenta de la misma forma a los muertos en todas partes. “Se comenten –apunta Noam Chomsky- cantidad de atrocidades, pero en otro sitio”. En última instancia, también los terroristas pueden exhibir que ellos sufren, constantemente, el acoso terrorista (estatal). Narcotizados por el directo (en el que se entrecruzan la pulsión voyeuristica y la estrategia de la vigilancia planetaria), esa iluminación que no quiere que nada quede en sombra, nos hemos endurecido y, sobre todo, nuestra adicción a la violencia catódica nos ha inmunizado contra el sufrimiento de los demás. Volvemos (sobreexpuestos al horror público), irremediablemente, a sublimar la catástrofe: los sedimentos fotográficos de la Gran Demolición tienen una rara belleza, aunque decirlo tenga algo de sacrilegio. En esos cimientos espectrales, valga la redundancia, se cimienta la “venganza” y la “tortura” de Guantánamo; ahí en esa ausencia ya vemos todo lo que está “equívocamente” descrito.
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