sábado, 26 de septiembre de 2009

El archivo de la era de la ausencia.
El archivo, centro de nuestra economía y configuración epistemológica, se localiza o domicilia en la escena del desfallecimiento de la memoria, “no hay archivo –apunta Derrida- sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”. La estética de la desaparición, característica de lo que Weibel llama la era de la ausencia, asume que estamos en transformación, navegando por nuevos terrenos, como el double digital, en la disolución del cuerpo o en sus mutaciones, contemplando la dificultad para dotar al tiempo de plenitud. Acaba planteándose una encrucijada para el arte contemporáneo: “no ya –advierte José Jiménez- vanguardia o tradición. Sino compromiso, formal y temático, con una nueva sensibilidad temporal, con un uso creativo (y, en consecuencia, crítico) de las imágenes. O desaparición en la técnica, fundido en esa unidad técnico-comunicativa que constituyen los lenguajes hiperestetizados de la cultura de masas. En definitiva, estamos asistiendo al necesario nacimiento de una nueva moral de la actividad artística o a su disolución”.
Leon Kass, el consultor bioético de George W. Bush, sostiene en Beyond Therapy que existen muchas posibilidades de que en un futuro próximo surja un “management” farmacéutico del recuerdo con consecuencias definitivas para la sociedad humana. Lo sorprendente es que este profeta de la memoria expandida no haya sido capaz de evitar que el largo y funesto mandato del Presidente sea otra cosa que la materialización de la “política del loco”; afortunadamente, eso (esperemos antes de ingresar en la previsible decepción) formará pronto parte del inmenso solar del olvido. La época de la estrategia del terror imperial ha sido también la de la aceptación planetaria de los simulacros. Todo ha estado orientado, según Hans Magnus Enzensberger, a que podamos advertir cada vez más cosas pero a corto plazo. Almacenamos toda clase de datos, confiando ciegamente en los sistemas digitales, pero sabemos de sobra que lo que estamos haciendo es colaborar para que nada sea recordado. La inmensidad de los archivos es, en todos los sentidos, disuasoria. Nuestra contemporánea “teatrocracia” propicia los espectáculos de patetismo exhibicionista al mismo tiempo que desacredita como templos de lo rancio e inútil las instituciones tradicionales de la memoria, especialmente la biblioteca. Foucault comprobó que ese lugar estaba ocupado más por el polvo que por los libros y, en su indagación arqueológica, tomó partido por el archivo, esto es, por eso que habla sin imponer desde el principio el sentido o la dinámica del pensamiento. Con enorme lucidez Miguel Morey señaló, en las XII Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid dedicadas a la cuestión del “mal de archivo”, que el archivo tiene por función cobijar aquello que no tiene sentido guardar en la memoria.
Lo que suena, según Jacques Derrida, en el mal de archivo (Nous sommes en mal d´archive) es una pasión que nos hace arder: incansablemente buscamos, allí donde lo real termina por sustraerse, un ámbito de sedimentación, el archivo para la confianza definitiva. Pero, finalmente, allí algo se anarchiva: “Es lanzarse –indica Derrida- hacia él con un deseo compulsivo, repetitivo y nostálgico, un deseo irreprimible de retorno al origen, una morriña, una nostalgia de retorno al lugar más arcaico del comienzo absoluto. Ningún deseo, ninguna pasión, ninguna pulsión, ninguna compulsión, ni siquiera ninguna compulsión de repetición, ningún “mal-de” surgirían para aquel a quien, de un modo u otro, no le pudiera ya el (mal de) archivo”. Esa pasión domiciliaria no es propiamente popular, antes al contrario los principales interesados son los arcontes que tienen el poder de interpretar los archivos y establecer (su) ley. No podemos dejar de subrayar que esta topo-nomología es paternal y, a pesar de sus promesas, radicalmente desordenada. Aunque es bastante frecuente que la reivindicación del archivo y de su “política” esté en boca de pretendidos “progresistas”, en última instancia ese sistema de consignación es instituyente y conservador. Derrida ha deconstruido, a partir de la letra freudiana, la economía archivística que estaría sustentada por una pulsión de pérdida: El archivo tiene lugar en (el) lugar del desfallecimiento originario y estructural de dicha memoria. Aquí se produce la capitalización de todo en un gesto que introduce el a priori del olvido y de lo archivolítico en el corazón del monumento.
Tenemos claro que la estrategia de la desfetichización que hizo furor en el post-conceptual de los años ochenta fue, en muchos sentidos, una manifestación completa de la impostura. El mercado mostró su capacidad adaptativa al conseguir colocar en el Museo los documentos de un presunto radicalismo, encantado de contar con colaboradores-crítico-institucionales. Lo importante era enmarcar e incluso ampliar al máximo todo aquello que tenía rasgos procesuales o era manifiestamente efímero. Con la coartada de contar “otra historia” podía producirse una tergiversación del sentido sin dejar por ello de ornamentar cínicamente el discurso con citas situacionistas o guiños de complicidad con el post-estructuralismo que aparecía como el perfecto aliado para darle el golpe de gracia a la Historia. El mal radical lo encarnaba el autor y, por supuesto, su excrecencia irrelevante: la obra de arte. El desbarre bienalístico tenía bastante con el vértigo del dossier y, por supuesto, con la cimentación del parque temático, mientras en el bunker glacial de la museística santificaban la documentación convencidos de que suena mejor archivo que almacén o tesoro. Hal Foster ha sostenido que la dialéctica de la reificación y la reanimación continúa precisamente cuando la reordenación digital transforma los artefactos en información; no se produciría la benjaminiana desaparición del aura sino una suerte de proyección compensatoria que hace que todo, incluso lo insignificante, sea objeto de admiración. “Cada vez más –leemos en “Archivos de arte moderno” uno de los ensayos de Diseño y delito de Hal Foster- la función mnemónica del museo se traslada al archivo electrónico, al que se podría acceder casi desde cualquier parte, mientras que la experiencia visual se traslada no sólo a la forma exposición, sino al edificio museo como espectáculo”.
En una entrevista con Laura Revuelta, publicada en el suplemento ABCD Las Artes y Las Letras, Manuel Borja-Villel confesaba que en un Museo hay que ir creando ritmos: “es un poco como ser un disc-jockey”. Acaso esta declaración sea únicamente una parodia de la “estrategia MUSAC” pero no deja de ser extraño que el sampleado tiente incluso a aquellos que los que confían en las virtudes emancipatorias del archivo. La exhaustividad archivadora del MACBA, que presenta actualmente miles de fotografías, puede dejar, literalmente exhausto. Kracauer señaló, en un ensayo sobre la fotografía publicado en 1927, que nunca una época ha estado tan enterada acerca de sí misma y, simultáneamente, tan entregada a una suerte de culto a la amnesia.
Vivimos, de nuevo, en el país de los lotófagos; nuestra “obediencia retardada” es la de tener todo expuesto para que no se recuerde, si es posible, nada. “La sustitución de la biblioteca por el archivo –apunta Morey- conlleva un punto de crisis, quizá el más violento de nuestra sociedad, en el fracaso educacional con el que nos amenaza, el fracaso formativo”. En la repetición archivística o en la amalgama documental puede revelarse la imposibilidad de cualquier pedagogía. Los documentos indistintos disponibles en el archivo ponen en tela de juicio la venida del porvenir y, en su desproporción, frenan cualquier rapto interpretativo. “Nada – leemos al final de la “Tesis” derridiana de Mal de archivo- es menos seguro, nada está menos claro hoy en día que la palabra archivo”. Nada es más turbio ni más perturbador. Todos los documentos a la vista, la realidad completa digitalizada, suspendido el recorte y la selección. Ya no estamos, como en la canción, buscando en el baúl de los recuerdos, sino, adoctrinados por los arcontes, narcotizados o amnésicos por la documentación babélica. “Se me olvidó –canta el Cigala acompañado al piano por Bebo- que te olvidé a mi que nada se me olvida”.

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