—¿Quieres ver mis entresijos?
—me dijo [Edwarda].
Con las manos agarradas
a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí,
mantenía una pierna levantada y abierta; para mostrar mejor
la ranura estiraba la piel con sus manos. Los "entresijos"
de Edwarda me miraban, velludos y rosados, llenos de vida como un
pulpo repugnante. Dije con voz entrecortada:
—¿Por qué haces
eso?
—Ya ves, soy DIOS...
[...]
Había guardado
su postura provocante. Ordenó:
—¡Besa!
—Pero... ¿delante de
todos?...
—¡Claro!
Temblaba; yo la miraba
inmóvil; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía
estremecer. Al fin me arrodillé; titubeando puse mis labios
sobre la llaga viva. Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía
escuchar un ruido de olas como el que se escucha en los caracoles
marinos. En la insensatez del burdel y en medio de la confusión
que reinaba a mi alrededor [...], yo permanecía extrañamente
en suspenso, como si Edwarda y yo nos hubiéramos perdido en
una noche de vendaval frente al mar. [Madame Edwarda,
pp.48-49].
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