miércoles, 29 de agosto de 2012

—¿Quieres ver mis entresijos? —me dijo [Edwarda].
Con las manos agarradas a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí, mantenía una pierna levantada y abierta; para mostrar mejor la ranura estiraba la piel con sus manos. Los "entresijos" de Edwarda me miraban, velludos y rosados, llenos de vida como un pulpo repugnante. Dije con voz entrecortada:
—¿Por qué haces eso?
—Ya ves, soy DIOS...
[...]
Había guardado su postura provocante. Ordenó:
—¡Besa!
—Pero... ¿delante de todos?...
—¡Claro!
Temblaba; yo la miraba inmóvil; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía estremecer. Al fin me arrodillé; titubeando puse mis labios sobre la llaga viva. Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía escuchar un ruido de olas como el que se escucha en los caracoles marinos. En la insensatez del burdel y en medio de la confusión que reinaba a mi alrededor [...], yo permanecía extrañamente en suspenso, como si Edwarda y yo nos hubiéramos perdido en una noche de vendaval frente al mar. [Madame Edwarda, pp.48-49].

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