Lo que pienso y lo que imagino no lo pensé ni lo imaginé solo. Escribo en una pequeña casa fría de un pueblo de pescadores, y un perro acaba de aullar en la noche. Mi habitación está cerca de la cocina donde André Masson se mueve felizmente, y canta: en el mismo momento en el que estoy escribiendo, caba de poner en el fonógrafo el disco de la obertura de Don Juan: Más que cualquier otra cosa, la obertura de Don Juan vincula lo que me tocó en suerte de la existencia con un desafío que me abre al arrebato fuera de mí. En ese instante incluso contemplo a ese ser acéfalo, el intruso compuesto por dos intenciones, igualmente desbocadas, convertirse en la “Tumba de Don Juan”. Cuando hace unos días estaba con Masson en esta cocina, sentado con un vaso de vino en la mano, mientras que él, imaginándose de repente su propia muerte y la muerte de los suyos, con los ojos fijos, sufriendo, casi gritaba que era preciso que la muerte se convirtiera en una muerte afectuosa y pasionada, gritaba su odio hacia un mundo que impone, hasta sobre la muerte, su pata de empleado, yo no podía dudar de que la suerte y el tumulto infinito de la vida humana estuvieran abiertos para aquellos que no podían ya existir como ojos reventados, sino como videntes arrebatados por un sueño estremecedor que no puede pertenecerles.
Tossa, 29 de abril de 1936
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