jueves, 12 de noviembre de 2009




“En cuanto lo diga… inmediatamente”.
El muro de Berlín como límite del arte.


Fernando Castro Flórez.


Para todos los que hemos sobrevivido a la experiencia del freakismo hegemónico, valga el ejemplo de Roberto Chichiliquatre intentando “sabotear” Eurovisión que de suyo es la fiesta del patrioterismo musical delirante, puede que la historia no signifique casi nada. Sin embargo, a pesar de nuestro empantanamiento o franca amnesia hemos visto, como en aquel apoteósico final de Blade Runner, cosas extraordinarias. Tal vez el acontecimiento que cierra drástica y festivamente el siglo XX, ese lleno de cicatrices por las guerras mundiales, Auschwitz y el Gulag pero también por las tiranía maoísta y las hambrunas africanas, es la caída del Muro de Berlín. Hace poco reaparecieron tres sonrientes ancianos a los que se les considera “artífices de la liquidación del mundo bipolar”. Mijail Gorbachov, George Bush (padre) y Helmut Kohl sentado en silla de ruedas, posaron, con un descaro extremo, ante unos fragmentos fetichizados de aquel límite de la discordia. Da la impresión de que la falta de conciencia histórica permite que las cosas se cuenten de la forma más caótica posible. Porque, ciertamente, no fueron estos tipos los responsables de que aquello aconteciera. Tal vez todo comenzó por una noticia, dada de forma confusa, sobre la posibilidad de que los alemanes del Este pudieran circular libremente hacia la zona occidental. Recordemos que fue Günter Schabowski, miembro del Politburó de la SED quien en una ya mítica rueda de prensa anunció un proyecto de ley que permitía los viajes de duración indefinida al extranjero; un periodista italiano realizó rápidamente una pregunta: “¿Cuándo entra en vigor?” y el desconcertado burócrata, tras remover sus papeles, dijo: “En cuanto lo diga… inmediatamente”. Dicho y hecho. Resultó que, como ya vaticinara Nietzsche, los ídolos tienen pies de barro. No eran todavía las siete de la tarde y miles de personas, con importante cobertura de la televisión marcharon hacia el muro para exigir que les permitiera cruzar al otro lado. Aunque aún no había llegado ninguna orden formal los acontecimientos tomaron el curso de lo transgresivo.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Un montón de tipos encaramados en el muro, otros intentando con cualquier cosa demoler esa construcción vergonzosa. No cabe duda de que lo que estaba pasando tenía todos los rasgos del acontecimiento político trascendental. El gran violonchelista Rostropovich acudió al día siguiente a animar a los que seguían lúdicamente empeñados en la labor de derribar lo que separaba a algo más que un país: ese era uno de los signos más contundentes de la política de bloques. Kennedy, años antes, se había declarado berlinés y Leonard Cohen cantó aquello de que primero tomaríamos Manhattan para después hacerlos con Berlín. Pero no fue hasta la noche del 9 de noviembre de 1989 que una multitud que había sufrido como una herida inmensa aquella “separación” pudo abrazar, en un gesto emocionalmente muy denso, a los alemanes que vivían en el “Paraíso” capitalista. Si bien en aquella noche mágica algunos bares regalaron cerveza hasta saciar una sed antigua, lo cierto es que las miradas hechizadas por el imperio del consumo comprobaron, de forma frustrante, que su dinero tenía menos valor que el del Monopoly. La felicidad del reencuentro abrió la puerta de los duros años de la “reunificación”, lo que comenzó como una fiesta terminó por ser entendido como una crisis que afectaría a toda Europa.
Ese inmenso muro que permaneció en pie 28 años sedimentó una gran cantidad de elementos simbólicos. Allí dejaron su firma cantidad de graffiteros y también fueron fijados numerosos mensajes de contestación política. La impresión general era la de un palimpsesto, la de una inscripción laberíntica en la que todo lo que allí estaba escrito terminaba por ser casi incompresible. Desde el hippismo a la insurgencia punk tomaron ese límite claustrofóbico como una suerte de inmensa pizarra en la que era posible dar rienda suelta a la furia y a una indignación que, por otro lado, estaba sometida a un borrado permanente. En una fotografía del Muro de Berlín en Bethaniendamm de 1986 veo la desolación del lugar pero también una serie de inmensas cabezas multicolores que tienen algo de pop psicodélico. Un año después de la caída del muro, 118 artistas de distintas partes del mundo, realizaron graffitis en los 1316 metros que quedaban en pie en Friedrichshain; en 1991 ese proyecto, llamado la East Side Gallery fue declarado monumento nacional. Una de las piezas más significativas es Brudekuss de Drimitrij Vrubel en la que vemos un besazo de Leonidas Breznev y Erich Honecker; una frase en ruso añade “misticismo” al morbo político: “Dios mío ayúdame a sobrevivir a este amor mortal”.
Tenemos que tener presente que para los artistas alemanes de los años sesenta el Muro era la marca de la catástrofe a la que había llevado la ideología empática de la sangre y la tierra. Joseph Beuys llegó a indicar que una gran parte de su obra estaba atrasada por lo que había acontecido en Auschwitz y Theodor W. Adorno había planteado, en su teoría estética, la posibilidad de la poesía y, en general, de la cultura tras el campo de concentración. Artistas como Kiefer intentaron profanar el tabú de la memoria, por ejemplo, en su serie de las “Ocupaciones” (haciendo el saludo nazi en lugares de gran connotación histórica) pero derivaron hacia un expresionismo regresivo. El citado Beuys comentó en 1964 que había que elevar unos centímetros el Muro para que sus proporciones fueran más perfectas. Este comentario sarcástico delata la dificultad de los artistas alemanes para representar lo que acontecía. El performer americano Allan Kaprow realizó una instalación Sweet Wall (1976) que consistía en un muro realizado pegando las piedras con pan y mermelada. Sin embargo, ese tono irónico no estaba tampoco a la altura de las circunstancias. Uno de los creadores que más radicalmente pensó el impacto del Muro fue Vostell que en 1961, unos meses después de su construcción, realizó en Colonia la acción Cityrama invitando a visitar 26 ruinas de la ciudad que asociaba con su idea del dé-collage. Sus visiones dramáticas e intensas contrastan con la dimensión de souvenir que han terminado por adquirir los restos de tan infausta construcción. Miles de fragmentos, incluso polvo en bolsitas, fueron vendiéndose para todos aquellos que querían tener “parte de la historia”. Esos tristes fetiches no son tan cínicos como aquel anuncio en el que Gorbachov aparece cerca del Muro de marras, dentro de un coche de época, con una maleta de Louis Vuitton. Los publicistas formulan una pregunta que no conviene pasar por alto: “¿Se viaja para descubrir el mundo o para cambiarlo?”. Veinte años después de la caída da la impresión de que nos hemos pegado, por culpa del cinismo, un batacazo superlativo.

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