domingo, 22 de noviembre de 2009
allí estábamos, en el James Joyce Center. Entre la cocina inmunda y el salón-chimenea. Finalmente uno llega al lugar del crimen y todo es diferente al sueño. Era un "joven cretino" (expresión maravillosa que emplea Badiou refiriéndose a su relación con Beckett) cuando me topé (como Don Quijote y Sancho con la Iglesia) con el "Ulises". Estaba todavía en el pueblo y hacía serios esfuerzos para transformarme en un pedante. No había sido en el instituto ni en la escuela donde hoy hablar de este cocodrilo de la escritura. Fue en el suplemento de Cultura del Diario 16: se trataba de un texto casi ilegible de Julián Rios sobre "Finnegans Wake" en que propiamente ejemplifica su carácter intraducible. Aunque, como digo, no entendí casi nada aquello me pareció fascinante. En cierta medida, esa es mi escuela de parvulario del hermetismo y la cita trapacera. De matute me habían colado una obsesión. Todavía tengo presente la ansiedad que sentí al ser "rechazado", como Jung, por aquellos dos tomos. Me sentía, por lo menos, tranquilo pensando que un extremeño (José María Valverde) había conseguido traducir el "Ulises". Si un paisano había salido vivo de la expedición dublinesa por qué no podría yo que estaba más joven y era más osado, atravesar esas calles desde la torre del ritual paródico primigenio. Como no tenía, la verdad sea dicha, ni la voluntad ni la paciencia para soportar ese marasmo verbal intenté dirigirme a su "antagonista inconsciente": con Proust me pasó tres cuartos de lo mismo aunque la impresión general fue diferente. Desde aquellos leganos días placentinos siempre he pensado que la busqueda proustiana es demasiado detallada y su refinamiento no me dice nada mientras que el mundo verborreico de Joyce me impulsa a una mímesis imposible. He picoteado durante años esos dos tomos de "Ulises" y tan sólo una vez lei todo de corrido aunque a una velocidad endiablada porque creía que ya me sabía lo "esencial". Esa lectura secuencial fue la que menos me aportó. Sin embargo, cada vez que hago un ejercicio de bibliomancia (abrir por donde me da la gana y leer hasta que me canso que es pronto) consigo una nueva y rara impresión. El país literario de Joyce exilia al lector. Pensé que lo mejor que podía hacer era empaparme de la bibliografía secundaria, de las aproximaciones biográficas y de las interpretaciones de vértigo. Todo ese material acrecienta el mito. No exagero cuando digo que he leido todo Joyce. Es así. Pero tampoco puedo dejar de subrayar que al final mi ídolo es Beckett. Quería viajar a Dublin con los dos manoseados tomos del Ulises, una rara traducción al español (si eso puede hacerse) del Finnegans, el ensayo de Jung "¿Quién es Ulises?" y Dublineses. Era el momento "de la verdad" y, por tanto, decidí, ir sin nada. A cuerpo, "ligero de equipaje". Ni maleta ni nada. Un libro de Fernando R. de la Flor sobre el barroco hispano por si podía leer en el avión. Lo cierto es que me quedé roque y, apretado como en una tortura, ronqué lo que pude. Domingo, Manuel, Merichel y Emilio me esperaban en el aeropuerto. De ahí a la torre del comienzo y luego la locura de los panes tostados, el aceite, el vino, los vídeos, la traducción simultánea que me marqué y mi capacidad para destrozar con soltura el idioma del Imperio. Cenando en un coreano-japones que tenía adosada una cervecería irlandesa, con una tropa de jovenes dando alaridos a mi espalda comprendí que el tema era el mismo porque el que me preguntaba un alumno en Estética I de la UAM: la posibilidad de la traducción. ¿Qué es lo que traducimos? ¿Qué queríamos hacer en la casa de Joyce? No fue, ni mucho menos, una profanación aunque el director (con los jarapales fuera y un agujero en el codo del jersey) estuviera, literalmente, acojonado. Tampoco pretendía rendir homenaje a un escritor que está en el Olimpo. Más allá de la nostalgia de una lectura juvenil queríamos ejemplificar la "convergencia cultural" y acaso repetir una vez más que la mejor obra de arte (Beuys dixit) es una buena conversación. Asi fue.
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