Hace poco, en una mesa redonda acusaron a un conocido pintor de tomar copas a altas horas de la madrugada. El denunciante, más enfadado que las señoritas de Avignon con Picasso (tras verse pintadas en el cuadro) preguntó si aquel pintor bebía, bailaba, era gracioso o se corría juergas con asiduidad.
Como el acusado es amigo mío, le contesté que sí. También dije, para distendir el ambiente, que mi amigo había visto la noche anterior una chica paseando un jabalí por el Paseo de Begoña, lo cual es rigurosamente cierto, pero no venía al caso y empeoró las cosas. El indignado acusador, más agresivo que el entrenador de los ‘Gormitis’ de mi hijo, gritó que ese creador no era nada «serio » y que «los del arte» somos todos un nido de mafiosos. Una mujer justificaba a los artistas porque tienen una capacidad innata y, por tanto (¿?), merecen cualquier exceso.
Ambos pintaban en su casa, los domingos por la tarde.
Es cierto que entre los creadores hay anacoretas, místicos, mercenarios, peseteros, bebedores, caraduras y camorristas. Y, sobre todo, bellas personas. Entre finales del siglo XIX y principios del XX primó esa versión romántica del artista como genio, que Schopenhauer y Freud se encargaron de teorizar. Trauma, represión, sublimación… fueron términos asumidos con frecuencia. Incluso Kant sugiere que el arte implica ciertas dosis de locura.
La ‘mitomanía’ siempre ha fomentado la imagen del artista bohemio. Hay famosas leyendas sobre Giotto, Caravaggio, Miguel Ángel, Leonardo, Goya y muchos otros. Hoy la cultura- espectáculo contribuye a nuevas deidades, pero hay ríos de tinta de Wittkower, Schapiro, Berger o Furió que desmitifican todas esas cosas. Yo creo que el arte no implica locura ni tormento. Si acaso, bastante desazón. Crear es una forma de pensar con sus propias peculiaridades.
Salud.
«El resto del mundo era mi problema» (Charles Bukowski)
martes, 24 de noviembre de 2009
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