El atentado colosal del World Trace Center es el acontecimiento que marca el comienzo del siglo XXI. Tardaremos en salir del estupor ante la gran demolición y, por supuesto, todavía tendremos que acompañar al pensamiento y a la esperanza en su caída en el oscuro agujero, en ese solar desnudo, donde los cimientos son ya espectrales. Fue, aparentemente, sencillo anatematizar a Stockhausen por proclamar que la destrucción de las Torres Gemelas es la obra de arte total, lo más grande que jamás haya sido visto. Cuando la realidad se ha vuelto apariencia de si misma, ese atentado colosal nos obliga a recorrer (con los placeres y los miedos más extraños) el espacio de la precariedad, intentando resistir a la nueva glaciación con un cuerpo tan arcaico y sorprendente como el que tenemos. En cierta medida, esa arquitectura clonada ya era, en sí misma, un final. Tenemos una suerte de lengua babélico-mediática, su precario archivo está tan destinado al fracaso como aquella Torre que desafió al cielo. “Si la torre de Babel se hubiera concluido –apunta Jacques Derrida-, no existiría la arquitectura. Sólo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura, así como muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con relación a un ser divino que es finito. Quizá una de las característica de la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso”. Todo cae por tierra. En cierto sentido, los americanos ya estaban preparados para la caída de las Torres Gemelas, ese acontecimiento parecido a una película estaba marcado por la paranoia. Se tenían que caer, era parte de su característica arquitectónica: llevaban tatuado el cataclismo como destino; ese espacio “clonado” era algo desafiante que tenía que ser destruido: materializaron, en todo momento, la violencia de lo mundial.
domingo, 15 de noviembre de 2009
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