Como puede leerse, la viñeta fue publicada por La Quinzaine Litteraire el 1 de julio de 1967. De izquierda a derecha: Michel Foucault, Jacques Lacan, Claude Lévi-Strauss y Roland Barthes. Hoy ha muerto Lévi-Strauss. Ya no queda nadie, por tanto, de ese particular «Monte Rushmore» (ya saben, esa pared de roca en la que están esculpidas las efigies de cuatro de los primeros presidentes de los Estados Unidos) del estructuralismo. De todos los que aparecen en la ilustración mi favorito ―si tiene sentido hablar en esos términos― es Roland Barthes. Pero eso es otro asunto. De todas las obras de Lévi-Strauss La pensée sauvage (París, 1962) me sigue pareciendo la más fecunda [hay traducción castellana, El pensamiento salvaje, en Fondo de Cultura Económica; francamente mejorable, dicho sea de paso].
No me termino de creer esas extrañas celebraciones que tienen lugar en nuestras instituciones educativas cada vez que muere «un grande»; acostumbran a moverse entre la afectación y lo fetichista. Pero a veces sirven para tener una conversación interesante. Y, a ratos, creo que ése es el mejor homenaje. No sé si se hará algo en mi universidad. Claro que, si la memoria no me falla, cuando murió Baudrillard ―y esa desaparición sí que me dolió en lo más hondo: gozaba de una lucidez casi demoníaca― nadie le dedicó una triste lectura. No eludo mi parte de culpa, claro.
El estructuralismo y la semiótica, con sus posteriores derivas, constituyeron probablemente el último gran movimiento intelectual surgido en Europa (sí, ya sé que hay ramificaciones que cruzan el Atlántico, pero hoy no es el día). Lévi-Strauss fue una referencia central en todo aquello, y, como sucede con sus compañeros de viaje, mucho de su legado está aún por explotar.
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