sábado, 17 de abril de 2010

La doble erre


La doble erre, sí.

La unión de dos erres más decisiva para la historia de la cultura occidental es, claro, el rock and roll (r’n’r, r&r…). Aquella gloriosa locura que nació con Chuck Berry y Bill Haley, y que, enriquecida por lo que se coció en las Islas Británicas, vivió su edad de oro entre el 65 y el 75. La escena musical anda hoy un tanto huérfana, pues falta ese grupo que atraiga todas las miradas. La clase de grupo que, aun gozando de un tremendo éxito comercial, posea un indiscutible valor artístico. Los últimos de esa especie, en mi opinión, fueron Guns and Roses. La última gran banda. Los Rolling Stones, por cierto, anuncian la reedición de su monumental Exile on the main street con temas inéditos (Dios, cómo tocaba Mick Taylor en aquella época).



Cambiando de registro, y en un contexto ciertamente más local, otra doble erre famosa hay que buscarla en el baloncesto. En efecto, hace ya un par de años, cuando en el Joventut de Badalona coincidieron Ricky Rubio (más allá de su precocidad, un base extraordinario por su lectura de juego y su fantasía para el pase) y Rudy Fernández (el mayor talento ofensivo que he presenciado en directo), cierto sector de la prensa deportiva acuñó lo de la «doble erre» para referirse a la sociedad que sobre la cancha formaban ambos (Ricky y Rudy). Personalmente me divertí mucho más con el equipo de Aíto (el entrenador del Joventut en aquella época) en las dos temporadas anteriores, cuando, con una plantilla netamente inferior plagada de jovenzuelos sin complejos, puso en aprietos a tanto grande (impagables aquellos duelos contra el Unicaja o esas asfixiantes defensas cara a cara a toda cancha). Pero el nivel que alcanzó Rudy Fernández en su último año en Europa le hizo dominar a placer aquella temporada 2007-2008.


Y he aquí que podemos buscar una tercera «doble erre» en el ámbito de la cultura. Un tipo que creo encajaría a la perfección en este contubernio. Demonios, si es que hasta tiene un libro llamado Manual de literatura para caníbales. Hablo de Rafael Reig. Marxista confeso y de pluma decididamente mordaz. He de confesar que no he leído, aún, ninguno de sus libros, pero disfruto mucho de sus colaboraciones en el ABCD (y también de alguna de las entradas de su blog, les aconsejo fervientemente la titulada «Cosmopolitas y cosmopaletos»). La semana pasada, en el suplemento cultural de nuestro monárquico periódico ―como lo llama Ferlosio―, escribió unas líneas tituladas «Novela y desempleo» que bien merecen ser citadas ―y pensadas― aquí en el condado. Reproduzco a continuación el artículo íntegro. Que lo disfruten ustedes también.


Novela y desempleo


por Rafael Reig


[originalmente en el suplemento cultural ABCD de las letras del 10 al 16 de abril de 2010]


Si a un niño le preguntas qué es su papá, dice que fontanero, farmacéutico, maestro, electricista o quizá simplemente que es el jefe. Los niños son materialistas: uno es lo que hace. Si le preguntas a un narrador contemporáneo qué es su personaje, te suelta una salida de pata de banco: un tipo en busca de su propio pasado, una mujer que se reencuentra consigo misma o una pareja que no consigue comunicarse. Vale, pero ¿qué hacen? Viajan en un destartalado Buick, recorren la ciudad y su memoria, escriben en un cuaderno; esa clase de cosas. Como mucho, serán profesores, escritores o simplemente ricos: les sobra tiempo para protagonizar novelas. Salvo que sea una novela de género, que son las únicas que «crean empleo», pero sólo de cierto tipo: una policiaca con detectives o forenses, un thriller con periodistas, una de ciencia-ficción con físicos atómicos, una histórica con sus egiptólogos o expertos en el Grial, etc.


Hidalgo ocioso. John Lanchester se escandalizaba hace poco en el Telegraph de la desaparición del trabajo en la novela contemporánea. El empleo, afirma, «empieza a ser un detalle tan marginal en la vida de un personaje como el color del pelo». Tiene razón: que me aspen si puedo recordar cómo se ganaba la vida el protagonista de la última novela de Isaac Rosa. Lanchester lo atribuye a que ahora los trabajos son demasiado complejos para una ficción verosímil: antropólogo forense, físico nuclear, etc. Qué explicación tan pintoresca. ¿Es que ya no hay camareros, limpiadoras, albañiles, cajeras o contables?


Tolstói, Galdós, Zola, Dickens, Melville, Flaubert y por supuesto el anónimo autor del Lazarillo, todos pusieron a sus personajes a trabajar. Entre nosotros, fue la generación realista de los cincuenta la última que escribió novelas con pleno empleo: centrales eléctricas, minas, talleres, grandes almacenes, oficinas. Debe de ser la influencia de don Quijote (sin Sancho Panza): el protagonista ideal es hoy un hidalgo ocioso al que le sobra (demasiado) tiempo para su vida interior. La vida laboral (¡como si hubiera otra!) está mandada recoger, pero (francamente) dudo que la causa sea que «so much modern work is so complicated».


A mi modo de ver, los escritores hemos perdido el materialismo de los niños y de esos buenos marxistas a los que (decía Tierno Galván) Dios nunca abandona: nos hemos vuelto humanistas.


El humanismo idealista se ocupa de sentimientos universales y eternos, independientes de las condiciones materiales o de la vida que uno lleve. A mí, en cambio, me cuesta creer que Garcilaso y su escudero sintieran el mismo «dolorido sentir».


Por eso me parece una excelente noticia la edición en España de otro clásico contemporáneo de Rodolfo Walsh: ¿Quién mató a Rosendo? Y además con un excelente prólogo de mi buen amigo (vaya por delante) Isaac Rosa.


Hechos reales. Se suele decir que Walsh «anticipó el nuevo periodismo», pero yo creo que no tiene nada que ver. Es verdad que escribe novelas sobre hechos reales, pero, como dice uno de sus personajes (reales): «Porque en los hechos usted está obligado a darse cuenta de quién es quién [...]. Y eso ya no es que lo piense, sino el reflejo de uno, la vida que uno ha llevado». Walsh va mucho más lejos y a mayor profundidad que Truman Capote y Cía., porque utiliza la novela para restituir a los hechos el contexto social e histórico que los hace comprensibles. Lo que les pasa a los personajes ni es singular ni es universal: Walsh escribe para darnos esa realidad en la que «la experiencia aislada de Raimundo Villaflor adquiere ahora todo su sentido».


El editor se atreve a decir que se trata de «literatura política»: «Los muertos olvidados de esa noche», «el finadito Rosendo» y los demás, no sólo tienen un trabajo real, sino que forman parte de la resistencia obrera en la Argentina de los sesenta.


Cuando en una novela hay trabajo, es inevitable que haya relaciones laborales y, por consiguiente, explotación: así se acaba haciendo sin remedio lo que llaman «literatura política» (como si, pongamos, la de Javier Marías no lo fuera). Quizá por eso ahora en las novelas nadie trabaja. Por si acaso. Como recomendaba Franco a uno de sus ministros: «Usted haga como yo: no se meta en política».

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