HENRY MILLER : LOS LIBROS EN MI VIDA
CAPITULO XIII, LA LECTURA EN EL
RETRETE
Hay un tema relacionado con la lectura de libros
que creo que vale la pena desarrollar porque implica un hábito que es muy
generalizado y sobre el cual, que yo sepa, muy poco se ha escrito: me refiero a
la lectura en el retrete. Siendo joven, en busca de un lugar seguro donde
devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el cuarto de
baño. Desde esa época juvenil ya nunca volví a leer en el retrete. Cuando busco
paz y quietud tomo el libro y me marcho al bosque. No conozco mejor lugar para
leer un buen libro que las profundidades de la espesura. Con preferencia junto
a un arroyo.
Inmediatamente escucho objeciones. «¡Pero no todos
tenemos la fortuna de usted! Tenemos empleos, vamos al trabajo y regresamos de
él en tranvías, autobuses y metros atestados; a duras penas tenemos un minuto
que podamos llamar nuestro.»
Yo mismo fui «trabajador» hasta los treinta y tres
años. Fue en este período temprano de mi vida cuando realicé la mayor parte de
mis lecturas. Invariablemente leía en condiciones difíciles. Recuerdo que
cierta vez me reprendieron al sorprenderme leyendo a Nietzsche, en vez de
corregir el catálogo de pedidos por correo, que era entonces mi ocupación.
Ahora que lo pienso comprendo que fue afortunado que me hayan despedido. ¿Acaso
Nietzsche no fue mucho más importante en mi vida que el conocimiento del
negocio de los pedidos por correo?
Durante cuatro años consecutivos, en el trayecto de
ida y vuelta entre las oficinas de la Everlasting Portland Cement Co. y mi
casa, leí los libros más «pesados». Leía de pie, apretujado por los cuatro
costados por pasajeros como yo. No solamente leía durante estos viajes en el
suburbano sino que memorizaba extensos pasajes de esos tomos demasiado
compactos. Aunque no hubiera servido para otra cosa, fue un valioso ejercicio
en el arte de la concentración. En este empleo muchas veces me quedaba
trabajando hasta muy avanzada la noche, por lo general sin almorzar, no porque
quisiera leer durante la hora del almuerzo sino porque no tenía dinero para
comer. De noche cenaba deprisa y corría a reunirme con mis compañeros. En esos
años, y muchos años después, raras veces dormí más de cuatro a cinco horas
diarias, pero leía enormemente. Además, repito, leí —por lo menos para mí— los
libros más difíciles y no los fáciles. Nunca leí para matar el tiempo. Raras
veces leo en la cama, a menos que me sienta indispuesto o finja sentirme mal
para gozar un breve descanso. Contemplando el pasado, me parece que siempre
leía en posición incómoda. (Que es la forma en que escriben la mayoría de los
escritores y pintan la mayoría de los pintores, según compruebo.) Pero lo leído
penetró. Lo importante es, y debo recalcarlo, que leía sin desviar la atención
y con todas las facultades que poseía. Cuando jugaba me sucedía lo mismo.
De vez en cuando iba a pasar la noche en la
biblioteca pública, para leer. Eso era como ocupar un palco en el paraíso. A
menudo, cuando abandonaba la biblioteca, decía para mis adentros: «¿Por qué no
vienes más a menudo?» El motivo de que no lo hiciera, por supuesto, era que la
vida se interponía en el camino. Uno muchas veces dice la «vida» para indicar
el placer o cualquier distracción tonta.
Por lo que he podido establecer mediante
conversaciones con amigos íntimos, la mayoría de las lecturas que se hacen en
el retrete es lectura inútil. Los periódicos, las revistas gráficas, los
folletines, las novelas policíacas y de aventuras, y todos los cabos sueltos de
la literatura, es lo que la gente lleva al baño para leer. Algunos, según me
dicen, tienen estantes con libros en el cuarto de baño. Su material de lectura
los espera, por así decirlo, como los espera en el consultorio del dentista. Es
sorprendente la avidez con que la gente examina el «material de lectura», según
se le llama, que encuentra en grandes pilas en las salas de espera de los
profesionales. ¿Será para distraer la mente de la dolorosa prueba que los
aguarda? Mis limitadas observaciones me indican que estos individuos ya han
absorbido más de lo que les corresponde en cuanto a los «acontecimientos de
actualidad»: guerra, accidentes, más guerra, desastres, guerra otra vez,
homicidios, más guerra, suicidios, guerra de nuevo, asaltos de bancos,
nuevamente guerra y más guerra, fría y caliente. No cabe duda de que son los
mismos individuos que tienen la radio funcionando prácticamente todo el día y
la noche, que van al cine con la máxima frecuencia posible —donde reciben más
noticias frescas, más «acontecimientos de actualidad»— y que compran
televisores para sus hijos. ¡Todo para estar informados! ¿Pero saben algo que
realmente valga la pena saber sobre estos acontecimientos de tremenda
importancia que conmueven al mundo?
La gente podrá insistir en que devora los diarios o
pega las orejas a la radio (a veces las dos al mismo tiempo) para mantenerse al
corriente de las actividades del mundo, pero es pura ilusión. Lo cierto es que
apenas estos tristes individuos no están activos, no están ocupados, adquieren
noción de un siniestro y doloroso vacío dentro de sí mismos. Francamente no
importa con qué papilla se harten, lo importante es no ponerse cara a cara
frente a sí mismos. Meditar sobre el problema del día, o siquiera sobre los
problemas personales, es lo último que el individuo normal quiere hacer.
Incluso en el retrete, donde uno creería
innecesario hacer algo, pensar algo, donde por lo menos una vez al día uno se
encuentra a solas consigo mismo y todo lo que suceda sucede automáticamente,
hasta este momento de gloria, porque es en realidad un tipo de gloria menor, debe
ser interrumpido mediante la concentración en el material impreso. Creo que
cada cual tiene su tipo de lectura preferida para la intimidad del excusado.
Algunos navegan por largas novelas; otros, en cambio, sólo leen la hojarasca
más superficial. Algunos, no cabe la menor duda, simplemente vuelven las
páginas y sueñan. ¿Cómo son los sueños que sueñan?, nos preguntamos. ¿De qué se
tiñen sus sueños?
Hay madres que nos dirán que sólo en la toilette
tienen oportunidad de leer. ¡Pobres madres! La vida es realmente dura para
vosotras en estos tiempos. Sin embargo, comparadas con las madres de cincuenta
años atrás, vosotras tenéis más oportunidad para desarrollaros a vosotras
mismas. En vuestro completo arsenal de dispositivos que economizan trabajo
tenéis lo que ni siquiera las emperatrices de la antigüedad poseyeron. Si al
adquirir todos esos artefactos queríais realmente ahorrar «tiempo», entonces
habéis sido cruelmente engañadas.
Después están los niños, por supuesto. Cuando todas
las demás excusas fallan, siempre son «los niños». Vosotras tenéis jardines de
infantes, campos de juego, niñeras y Dios sabe qué otras cosas. Hacéis dormir
la siesta a los niños después de almorzar y los acostáis lo antes posible, todo
de acuerdo con los «modernos» métodos aprobados. En suma, tenéis lo menos
posible que hacer con vuestros hijos. Son eliminados, tal como sucede con los
odiosos menesteres domésticos. Todo en nombre de la ciencia y la eficiencia.
(«Français, encore un tout petit effort...!»)
Sí, mis queridas madres, sabemos que por mucho que
hagáis siempre hay más que hacer. Es verdad que vuestra tarea nunca se acaba.
¿De quién será, me pregunto?
¿Quién descansa el séptimo día, no siendo Dios?
¿Quién contempla su obra, cuando está terminada, y la halla buena? Al parecer
el único que lo hace es el Creador.
A veces me pregunto si estas madres conscientes que
siempre se quejan de que nunca terminan su trabajo (forma inventada de
autoelogio), me pregunto, como decía, si alguna vez se les ocurre llevarse al
retrete, no material de lectura sino pequeños trabajitos que han dejado sin
terminar. O bien, diciéndolo de otra manera, ¿alguna vez se les ocurre sentarse
a meditar sobre su suerte durante esos preciosos momentos de completa
intimidad? ¿Alguna vez, en tales momentos, piden al buen Señor fuerzas y valor
para seguir marchando por el camino del martirio?
Muchas veces me pregunto cómo se las arreglaron nuestros pobres antepasados, empobrecidos y totalmente incapacitados, para hacer lo que hicieron. Algunas madres de antes, como sabemos por las vidas de los grandes hombres, lograron leer en abundancia a pesar de esas graves «incapacidades». Parecería como si algunas hubiesen tenido tiempo para todo. No solamente cuidaron a sus hijos, les enseñaron todo lo que sabían, los amamantaron, les dieron de comer, los limpiaron, jugaron con ellos y hasta les confeccionaron la ropa (y a veces hasta las telas), no solamente lavaban y planchaban la ropa de todos, sino que por lo menos algunas también consiguieron echar una mano a sus esposos, especialmente si eran gente sencilla del campo. Son innumerables las cosas grandes y pequeñas que nuestros antepasados hicieron sin ninguna ayuda, antes de que hubiese dispositivos que ahorraran trabajo, dispositivos que ahorraran tiempo, antes de que hubiese medios para aprender más rápido, antes de que hubiese jardines de infantes, guarderías, centros de recreo, trabajadores sociales, cinematógrafos y oficinas de asistencia federal de todo tipo.
Muchas veces me pregunto cómo se las arreglaron nuestros pobres antepasados, empobrecidos y totalmente incapacitados, para hacer lo que hicieron. Algunas madres de antes, como sabemos por las vidas de los grandes hombres, lograron leer en abundancia a pesar de esas graves «incapacidades». Parecería como si algunas hubiesen tenido tiempo para todo. No solamente cuidaron a sus hijos, les enseñaron todo lo que sabían, los amamantaron, les dieron de comer, los limpiaron, jugaron con ellos y hasta les confeccionaron la ropa (y a veces hasta las telas), no solamente lavaban y planchaban la ropa de todos, sino que por lo menos algunas también consiguieron echar una mano a sus esposos, especialmente si eran gente sencilla del campo. Son innumerables las cosas grandes y pequeñas que nuestros antepasados hicieron sin ninguna ayuda, antes de que hubiese dispositivos que ahorraran trabajo, dispositivos que ahorraran tiempo, antes de que hubiese medios para aprender más rápido, antes de que hubiese jardines de infantes, guarderías, centros de recreo, trabajadores sociales, cinematógrafos y oficinas de asistencia federal de todo tipo.
Puede que las madres de nuestros grandes hombres
también hayan tenido la costumbre de leer en el baño. Si es así, comúnmente no
se sabe. Tampoco he leído que lectores omnívoros como Macaulay, Saintsbury y
Rémy de Gourmont, por ejemplo, cultivasen este hábito. Sospecho, en cambio, que
estos lectores gargantuescos han vivido demasiado activos, demasiado
concentrados en su objetivo, como para derrochar el tiempo de esta manera. El
hecho mismo de que fueran lectores tan prodigiosos indicaría que su atención
siempre estuvo indivisa. Es cierto, sin embargo, que existen bibliómanos que
leen durante las comidas o mientras caminan; puede que algunos hasta consigan
leer y conversar al mismo tiempo. Hay un tipo de persona que no puede resistir
la lectura de todo cuanto entra dentro de su campo visual: leen literalmente de
todo, hasta los avisos de objetos perdidos en el diario. Están obsesionados y
son dignos de compasión.
Quizá no esté de más un sano consejo en esta
encrucijada. Si tus intestinos se niegan a funcionar, consulta a un herborista
chino. No leas para distraer la mente de la ocupación que tienes entre manos.
Al sistema autónomo le agrada la concentración total y responde a ella, sea al
comer, dormir, evacuar o lo que tú quieras. Si no puedes comer, si no puedes
dormir, es porque algo te molesta. Hay algo «sobre tu mente», donde en realidad
no debería estar, en otras palabras. Lo mismo reza en cuanto a las
deposiciones. Elimina de tu cabeza todo lo que no sea la ocupación que estás
cumpliendo. No importa lo que hagas, encáralo con la mente libre y la
conciencia limpia. Este es un consejo antiguo y sano. En la actualidad se
tiende a intentar varias cosas al mismo tiempo para «aprovechar el tiempo al
máximo», como se dice. Esto es completamente desacertado, antihigiénico e
ineficaz. ¡Las cosas se hacen con lo fácil! «Ocúpate de las cosas pequeñas,
porque las grandes se hacen solas». Todo el mundo escucha eso cuando es niño.
Muy pocos lo practican.
Si reviste vital importancia alimentar el cuerpo y
la mente, la misma importancia tiene eliminar del cuerpo y la mente lo que ha
servido a sus fines. Lo que no se usa y se «acapara» se torna ponzoñoso. Esto
es sentido común liso y llano. Se desprende, por lo tanto, que si acudes al
baño para eliminar el material de desecho acumulado en tu organismo, te
perjudicas si empleas esos preciosos momentos en llenarte la cabeza con
«desperdicios». ¿Acaso para ahorrar tiempo se te ocurriría comer y beber
sentado en el excusado?
Si todo momento de la vida es tan precioso para ti,
si insistes en razonar para tus adentros que el tiempo que pierdes todos los
días en el retrete no es despreciable —algunas personas prefieren llamarlo
«W.C.» o el «John»— entonces, cuando tomes tu material de lectura preferido
pregúntate: «¿Necesito esto? ¿Por qué?» (Los fumadores muchas veces lo hacen
cuando tratan de quitarse del vicio y lo mismo hacen los alcohólicos. Es una
estratagema que no debe desdeñarse.) Supongamos —¡y ya es suponer mucho!— que
eres una persona que solamente lee en el excusado «la mejor literatura del
mundo». Aun así, sostengo que te valdrá la pena preguntarte: «¿Necesito esto?».
Supongamos que te resistieras a leer La Divina Comedia. Supongamos que en vez
de leer este gran clásico medites sobre lo que has leído sobre él o lo que has
oído decir de él. Eso produciría una ligera mejoría. Mejor todavía, sin
embargo, sería no meditar sobre literatura en absoluto sino simplemente
mantener la mente tan abierta como el intestino. Si por fuerza tienes que hacer
algo, ¿por qué no ofreces una silenciosa oración al Creador, una oración de
agradecimiento porque tus intestinos todavía funcionan? ¡Imagínate cuál sería
tu situación si se paralizaran! Poco tiempo lleva ofrecer una oración de este
tipo y, además, ofrece la ventaja de poder sacar al Dante a la luz del sol,
donde podrás comulgar con él en términos más iguales. Tengo la certeza de que
ningún escritor, ni siquiera muerto, se sentiría halagado si alguien asociara
su obra con el sistema de cloacas. Ni siquiera las obras escatológicas se gozan
al máximo en el excusado. Habría que ser un auténtico coprófilo para explotar
al máximo una situación así.
Habiendo dicho algunas cosas duras sobre la madre
moderna, ¿qué me quedaría para el padre moderno? Me limitaré al padre
norteamericano porque lo conozco mejor. Esta especie de padre de familia, como
sabemos perfectamente, se considera a sí misma un desdichado esclavo al que
nadie aprecia. Además de proveer para los lujos y necesidades de la vida, hace
todo lo posible por mantenerse en segundo plano. Si tuviera uno o dos minutos
de ocio, se creería en el deber de lavar los platos o cantar al nene para que
se duerma. A veces se siente tan apremiado, tan acuciado y tan abusado que
cuando su pobre mujer agotada, desnutrida y opaca se encierra en el baño —o sea
el «W.C.»— durante una hora interminable, se enfurece hasta el extremo de
querer romper la puerta para asesinarla allí mismo.
A estos pobres diablos que desconocen su verdadero
papel quisiera recomendarles el siguiente procedimiento para el caso de
presentarse una crisis así. Digamos que ella ha estado encerrada «allí» por lo
menos media hora. No está constipada, no se está masturbando ni se está
hermoseando. «¿Entonces qué demonios hace allí?» ¡Cuidado! Yo sé lo que pasa
cuando te pones a hablar solo. No pierdas los estribos. Simplemente trata de
imaginar que, sentada allí, en el excusado, está la mujer que antaño amaste tan
locamente que por nada en el mundo te habrías enfadado con ella. No te pongas
celoso de Dante, de Balzac o Dostoievsky si éstas son las sombras con las
cuales ella se está comunicando allí. «¡Y hasta puede que lea la Biblia! Ha
estado allí lo suficiente como para leer el Deuteronomio.» Lo sé. Sé la
impresión que esto te causa. Pero no está leyendo la Biblia, y tú lo sabes.
Quizá tampoco sea Los poseídos, ni Seraphita, ni Holy Living (Vida Santa) de
Jeremy Taylor. Podría ser Lo que el viento se llevó. ¿Pero qué importa? El
remedio —créeme hermano, ¡el único remedio!— es ensayar una actitud distinta.
Ensaya las preguntas y respuestas. Como éstas, por ejemplo.
—¿Qué haces allí dentro, querida?
—Estoy leyendo.
—¿Se puede saber qué?
—Algo sobre la Batalla del Marne.
(Simula no irritarte por eso. ¡Prosigue!)
—Me pareció que estabas puliendo tu español.
—¿Cómo dices, amor mío?
—Te preguntaba si es bueno.
—Oh, no, muy aburrido.
—¿Quieres que te traiga otra cosa?
—¿Cómo dices, querido?
—Decía si quieres que te traiga una bebida fresca
mientras lees ese material.
—¿Que material?
—La Batalla del Marne.
—Oh, eso ya lo terminé. Ahora estoy leyendo otra
cosa.
—¿Necesitas algún libro de referencia, querida?
—Me parece que sí. Me gustaría un diccionario
abreviado, el Webster’s, si no es molestia.
—¿Molestia? Es un placer. Te traeré el no
abreviado.
—No, con el abreviado es suficiente. Es más
manejable.
(Corre ahora de un lado para otro, como si buscaras
el diccionario.)
—Querida, no encuentro ni el abreviado ni el no
abreviado ¿Te serviría la enciclopedia? ¿Qué es lo que buscas, una palabra, una
fecha, o...?
—Oye, querido, lo que en realidad quiero es paz y
tranquilidad.
—Sí, querida, por supuesto. Quitaré la mesa, lavaré
los platos y acostaré a los chicos. Después si quieres te leeré. Acabo de
descubrir un magnífico libro sobre Nostradamus.
—Eres muy atento, querido. Pero prefiero seguir
leyendo.
—¿Leyendo qué?
—Se llama Las memorias del mariscal Joffre, con un
prefacio de Napoleón y un detallado estudio de las principales campañas escrito
por un profesor de estrategia militar —¡no figura su nombre!— de West Point.
¿Ahora estás conforme, querido?
—Perfectamente.
(Entonces vete a buscar el hacha en la pila de leña. Si no hay pila de leña tendrás que inventarla. Rechina los dientes como si afilaras el hacha, tal como hace Minutten en Mysteries.)
Pero he de darte otro consejo. Cuando ella no mire, deja un ejemplar de la obra de Balzac Sobre Catalina de Médicis en el W.C., ponle una marca en la página 169 y subraya el siguiente pasaje:
El cardenal acababa de comprobar que Catalina le había traicionado. La taimada italiana había visto en la rama joven de la familia real un obstáculo que podría utilizar para contrarrestar las pretensiones de los Guisas, y, a pesar del consejo de los dos Gondis, quienes le indicaron que dejara actuar contra los Borbones a los Guisas con toda la violencia de que eran capaces, consiguió frustrar, poniendo sobre aviso a la reina de Navarra, el complot para secuestrar Béarn que los Guisas habían urdido con el rey de España. Como solamente conocían este secreto de Estado ellos mismos y Catalina, los príncipes de Lorena tuvieron la seguridad de que los había traicionado y quisieron enviarla de nuevo a Florencia; pero para obtener pruebas de la traición de Catalina al Estado —el Estado era la Casa de Lorena— el duque y el cardenal la utilizaron como instrumento para deshacerse del rey de Navarra.
(Entonces vete a buscar el hacha en la pila de leña. Si no hay pila de leña tendrás que inventarla. Rechina los dientes como si afilaras el hacha, tal como hace Minutten en Mysteries.)
Pero he de darte otro consejo. Cuando ella no mire, deja un ejemplar de la obra de Balzac Sobre Catalina de Médicis en el W.C., ponle una marca en la página 169 y subraya el siguiente pasaje:
El cardenal acababa de comprobar que Catalina le había traicionado. La taimada italiana había visto en la rama joven de la familia real un obstáculo que podría utilizar para contrarrestar las pretensiones de los Guisas, y, a pesar del consejo de los dos Gondis, quienes le indicaron que dejara actuar contra los Borbones a los Guisas con toda la violencia de que eran capaces, consiguió frustrar, poniendo sobre aviso a la reina de Navarra, el complot para secuestrar Béarn que los Guisas habían urdido con el rey de España. Como solamente conocían este secreto de Estado ellos mismos y Catalina, los príncipes de Lorena tuvieron la seguridad de que los había traicionado y quisieron enviarla de nuevo a Florencia; pero para obtener pruebas de la traición de Catalina al Estado —el Estado era la Casa de Lorena— el duque y el cardenal la utilizaron como instrumento para deshacerse del rey de Navarra.
La ventaja de darle a leer un texto como éste
consiste en que apartará por completo su mente de los quehaceres domésticos y
la colocará en condiciones de charlar contigo de historia, profecías o
simbolismos el resto de la noche. Hasta es probable que se sienta tentada a
leer la introducción escrita por George Saintsbury, uno de los más grandes
lectores del mundo, virtud o vicio que no le impidió escribir algunos de los
prefacios o introducciones más tediosos y superfluos para las obras de otros.
Podría sugerir, por supuesto, otros libros
absorbentes, principalmente uno llamado Nature and Man (La Naturaleza y el
Hombre) de Paul Weiss, profesor de filosofía y lógica, que si no es simplemente
de primera fila, por lo menos es de «aguas lustrosas», un ventrílocuo capaz de
retorcerle los sesos a un pundit rabínico para hacer un nudo gordiano con
ellos. Se puede leer al azar esta obra sin perder ni un solo hilo de su
destilada lógica. Todo ha sido predigerido por el autor. El texto no tiene otra
cosa que pensamiento puro. He aquí un ejemplo, de la parte sobre «Inferencia».
La inferencia necesaria difiere de la contingente
en que la premisa basta para justificar la conclusión. En la inferencia
necesaria sólo existe una relación lógica entre la premisa y la conclusión: no
hay ningún principio que provea el contenido para la conclusión. Tal inferencia
es derivable de una inferencia contingente tratando al principio contingente
como premisa. C. S. Pierce parece haber sido el primero que descubrió esta
verdad. «Designemos las premisas de cualquier argumento con la letra P, la
conclusión con C y el principio con L —dijo—. Entonces, si todo el principio se
expresa como premisa, el argumento se convertirá en L y P [ergo] C. Pero este
nuevo argumento también tiene que tener su principio, que puede denotarse con
L’. Ahora bien, como L y P (suponiendo que sean verídicas) contienen todo lo
necesario para determinar la verdad probable o necesaria de C, entonces
contienen a L’. Por lo tanto, L’ tiene que estar contenida en el principio,
esté expresado en la premisa o no. De ahí que todo argumento tenga, como
porción de su principio, cierto principio que no puede eliminarse de su
principio. Tal principio podría denominarse principio lógico.» Todo principio
de inferencia, como indica con claridad la observación de Pierce, contiene un
principio lógico mediante el cual es posible avanzar rigurosamente desde una
premisa y el principio original hasta la conclusión. Todo resultado de la
naturaleza o de la mente, por lo tanto, es consecuencia necesaria de algún
antecedente y de algún curso que parte de ese antecedente y termina en ese
resultado 1.
El lector se preguntará por qué no he sugerido la
Fenomenología de la mente, de Hegel, que es la piedra angular reconocida de
toda la suite Cascanueces de la prestidigitación intelectual, o sea
Wittgenstein, Korzybski, Gurdjieff y Cía. ¡Por qué no! ¿Por qué no la
Philosophy of As If (Filosofía del como si) de Vaihinger? ¿O The Alphabet (El
alfabeto) de David Diringer? ¿Por qué no The Ninety-Five Theses (Las noventa y
cinco tesis) de Lutero o el Preface to the History of the World (Prefacio a la
Historia del Mundo) de Walter Raleigh? ¿Por qué no la Aeropagitica de Milton?
Todos son libros amorosos. Tan edificantes, tan instructivos...
Ah, si nuestro pobre pater familias norteamericano
tomase a pecho este problema de la lectura en el cuarto de baño, si prestase
seria consideración al medio más eficaz para romper este hábito, ¡qué lista de
libros no idearía para un Estante Privado de Un Metro Cincuenta! Con un poco de
ingenio conseguiría curar a su esposa del hábito o disgregarle la mente.
Si realmente fuera ingenioso pensaría en un
sustituto de este pernicioso hábito de lectura. Podría, por ejemplo, tapizar
las paredes del «waterre», como dicen los franceses, con lienzos. ¡Qué
agradable, sedante, lenitivo y educativo sería dejar que la mirada recorra
algunas obras maestras mientras se responde a la llamada de la naturaleza! Para
empezar, Romney, Gainsborough, Watteau, Dalí, Grant Wood, Soutine, Brueghel el
Viejo y los hermanos Albright. (Las obras de arte, dicho sea de paso, no son
una afrenta para el sistema autónomo.) O bien, si su gusto no tiende hacia esas
direcciones, podría revestir las paredes del «waterre» con las cubiertas del
Saturday Evening Post o con tapas de Time, pues nada podría ser más
«básico-básico», para emplear el lenguaje de la dianética. O bien podría
aprovechar los ratos de ocio para ponerse a bordar en sedas multicolores alguna
leyenda rara para colgar a la altura de los ojos cuando ella ocupa su lugar
acostumbrado en el «waterre», una leyenda como esta: Hogar es todo sitio donde
uno cuelga el sombrero. Como esto entraña una moraleja, podría cautivarla de
manera inimaginable. ¡Hasta la liberaría de la blanca muleta del excusado en
tiempo récord, vaya uno a saber!
En este punto creo importante mencionar el hecho de
que la ciencia acaba de descubrir la eficacia, la eficacia terapéutica, del
Amor. Los suplementos dominicales están repletos de temas así. Al parecer éste
es el gran descubrimiento del siglo, después de la dianética, los platillos
volantes y la cibernética. El hecho de que hasta los psiquiatras reconozcan
ahora la validez del amor, imparte un sello de aprobación que (al parecer)
Jesucristo, La Luz del Mundo, no consiguió facilitar. Las madres, que ahora han
despertado a este hecho incontrovertible, ya no tendrán problemas en sus tratos
con sus hijos ni tampoco, «ipso facto», en sus tratos con sus maridos. Los
alcaides abrirán las cárceles para soltar a los reclusos; los generales
ordenarán a sus hombres que abandonen las armas. El milenio está a la vuelta de
la esquina.
No obstante, y a pesar de la llegada del milenio,
los seres humanos todavía estarán obligados a reparar en el «water closet»
diariamente. Todavía tropezarán con el problema de cómo sentarse en el excusado
para aprovechar mejor el tiempo. Este problema es virtualmente un problema
metafísico. Para desempeñar esta función la naturaleza no nos pide otra cosa
que completa conformidad. La única colaboración que demanda de nuestra parte es
nuestra disposición a dejar salir. Evidentemente, cuando el Creador diseñó el
organismo humano comprendió que sería mejor para nosotros dejar libradas
ciertas funciones a sí mismas; es evidente que si funciones tan vitales como la
respiración, el sueño o la defecación quedasen libradas a nuestra disposición,
algunos dejaríamos de respirar, de dormir o de concurrir al baño. Muchas
personas, recordemos que no todos están en el manicomio, ponen en tela de
juicio la inteligencia de su propio organismo. Preguntan por qué, no para saber
sino para ridiculizar lo que su limitada inteligencia no alcanza a comprender.
Contemplan las demandas del cuerpo como tiempo desperdiciado. ¿Cómo pasan,
entonces, el tiempo esos seres superiores? ¿Están completamente al servicio de
la humanidad? ¿No comprenden la razón de que haya que perder tiempo en comer,
beber, dormir y defecar porque tienen tantas obras buenas que hacer? Sería
interesante saber lo que quiere decir esta gente cuando habla de «perder el
tiempo».
Tiempo, tiempo... Muchas veces me he preguntado qué
haríamos con el tiempo si de pronto tuviésemos el privilegio de funcionar a la
perfección. Porque en cuanto pensamos en el funcionamiento perfecto, ya no
podemos retener la imagen de la sociedad tal como está constituida en la
actualidad. Gastamos la mayor parte de nuestra vida luchando contra desajustes
de todo tipo; todo está fuera de sus carriles, desde el cuerpo humano hasta el
cuerpo político. Suponiendo que el cuerpo humano funcione bien y que el cuerpo
social también funcione bien, pregunto: «¿Qué haríamos con nuestro tiempo?»
Para circunscribir por el momento el problema a un solo aspecto, la lectura,
ruego al lector que imagine qué libros, qué tipo de libros, consideraría
entonces necesarios o dignos de merecer un poco de tiempo. En cuanto estudiamos
el problema de la lectura desde este punto de vista toda la literatura se
desmorona. Según mi entender, en la actualidad leemos principalmente por los
siguiente motivos: uno, para escapar de nosotros mismos; dos, para armarnos
contra peligros reales o imaginarios; tres, para «mantenernos a la altura» de
nuestros vecinos o para impresionarles, lo cual es lo mismo; cuatro, para saber
lo que pasa en el mundo; cinco, para entretenernos, lo que significa ser
estimulados a una actividad mayor y superior, y a una existencia más rica.
Podríamos agregar otras razones, pero estas cinco me parecen las principales, y
las he consignado por orden de importancia actual, según creo conocer a mis
semejantes. No hace falta reflexionar mucho para llegar a la conclusión de que
si fuésemos correctos con nosotros mismos y todo marchase bien en el mundo, la
única razón válida, la que tiene menor importancia en el presente, sería la
última. Las otras desaparecerían porque no tendrían razón de existir. E incluso
la nombrada en último término, dadas las condiciones ideales mencionadas,
tendría poco o ningún asidero en nosotros. Hay y siempre hubo individuos raros
que ya no necesitan los libros, ni siquiera los libros «sagrados». Éstos son
precisamente los iluminados, los que han despertado. Saben perfectamente bien
lo que sucede en el mundo. No consideran la vida como un problema ni un
calvario, sino como un privilegio y una bendición. No buscan imbuirse de
conocimientos sino de sabiduría. No viven torturados por el miedo, la ansiedad,
la ambición, la envidia, la codicia, el odio o la rivalidad. Se interesan
profundamente pero al mismo tiempo se despreocupan. Gozan todo lo que hacen
porque participan directamente. No tienen necesidad de leer libros sagrados ni
de comportarse como santos porque ven la vida en su totalidad y ellos mismos
son totales, de manera que para ellos todo es total y sagrado.
¿Cómo gastan su tiempo estos individuos
excepcionales?
Ah, se han dado muchas respuestas a esta pregunta.
Y el motivo por el cual existen muchas respuestas es que todo el que sea capaz
de plantearse tal pregunta ante sí mismo, piensa en un tipo distinto de
individuo «excepcional». Algunos consideran que estos raros individuos pasan su
vida entregados a la oración y a la meditación; otros los ven actuando en el
concierto de la vida, desempeñando un sinnúmero de ocupaciones, pero sin
hacerse notar nunca. Sin embargo, no importa cómo contemplemos a estas almas
raras, no importa el mucho o poco desacuerdo que haya en cuanto a la validez o
la eficacia de su manera de vivir, estos hombres tienen en común una cualidad,
cualidad que los distingue radicalmente del resto de la humanidad y proporciona
la clave de su personalidad, su raison d’être: ¡tienen todo el tiempo en sus
propias manos! Estos hombres jamás están demasiado apurados, jamás demasiado
ocupados como para no responder a una llamada. El problema del tiempo
sencillamente no existe para ellos. Viven el momento y tienen noción de que
cada momento es una eternidad. Todos los demás tipos de individuos que
conocemos establecen límites a su tiempo «libre». Los primeros, en cambio, no
tienen otra cosa que tiempo libre.
Si pudiera darte un pensamiento que te conviene
llevar contigo todos los días al baño sería el siguiente: «Medita en tus
momentos libres». Si este pensamiento no rinde sus frutos, entonces vuelve a
tus libros, a tus revistas, a tus diarios, a tus historietas cómicas, a tus
aventuras. Amaos, informaos, preparaos, divertíos, olvidaos de vosotros mismos,
dividíos los unos a los otros. Y cuando hayáis hecho todas estas cosas
(inclusive el bruñido del oro, como recomienda Cennini), preguntaos si sois
seres más fuertes, más sabios, más felices, más nobles, más conformes. Sé que
no lo seréis, pero eso está en vosotros descubrirlo.
Es curioso, pero el mejor tipo de excusado —según
los médicos— es aquel donde sólo un equilibrista podría leer. Me refiero a los
que encontramos en Europa, Francia especialmente, y que hacen gemir al turista
norteamericano. No hay asiento, no hay un cuenco, sino simplemente un agujero
en el piso con dos baldosas para los pies y un pasamanos a ambos lados para
sostenerse. Uno no se sienta como de ordinario, sino que se pone en cuclillas.
(Les vrais chiottes, quoi!) En estos extraños retretes jamás se le mete a uno
en la cabeza la idea de leer. Lo único que uno quiere es terminar lo antes
posible v no mojarse los pies. Nosotros, los norteamericanos, aunque
disimulamos todo lo que se relacione con las funciones vitales, terminamos
haciendo tan atractivo al «W.C.» que nos quedamos allí sin hacer nada después
de haber terminando lo que teníamos que hacer. La combinación de excusado y
baño nos resulta por demás atractiva. Bañarse en un lugar distinto de la casa nos
parecería absurdo. Pero no podría parecerlo para personas realmente delicadas.
Interrupción... Hace unos momentos dormí la siesta
al aire libre, en medio de una densa niebla. Fue un sueño liviano, interrumpido
por el zumbido de un insistente moscardón. En uno de mis sobresaltos, entre
dormido y despierto, acudió a mi mente el recuerdo de un sueño o, para ser más
exacto, el fragmento de un sueño. Se trata de un sueño viejo, muy viejo, y
sumamente maravilloso, que vuelve a mí —en ocasiones— con insistencia. Por
momentos se me presenta con tanta claridad, aunque colado por una grieta, que
dudo que haya sido un sueño. Me pongo entonces a devanarme los sesos para
recordar el título de una serie de libros que en una época mantuve encerrados
en un cofrecito. En este momento la naturaleza y contenido de este sueño
recurrente no aparecen tan nítidos como en otras ocasiones. No obstante, su
aura todavía conserva su intensidad, como también las asociaciones que suelen
acompañar a su evocación.
Hace un instante me preguntaba por qué siempre
pienso en este sueño en relación con el retrete, pero entonces recordé de
pronto que al salir de mi estado onírico, o, mejor dicho, cuando estaba a punto
de salir de él, percibí el desagradable olor del excusado que está escondido en
ese «pozo negro» de mi casa, en ese barrio que siempre prolongo a la «calle de
los viejos pesares». En invierno era un verdadero problema refugiarse en este
congelado y hermético cubículo que nunca estaba alumbrado, ni siquiera por una
vacilante mecha de aceite comestible.
Pero otra cosa más precipitó el recuerdo de esos días idos tanto tiempo atrás. Esta misma mañana examiné el índice que aparece en el último volumen de The Harvard Classics con el fin de refrescar la memoria. Como siempre, la simple idea de esta colección despierta memorias de días sombríos pasados en el altillo con estos sangrientos libros. Considerando el triste estado de ánimo en que solía estar cuando me retiraba a este ala funeraria de la casa, no puedo menos que maravillarme por el hecho de que haya navegado por una literatura como Rabbi Ben Ezra, The Chambered Nautilus, Ode to a Waterfowl, I Promessi Sposi, Samson Agonistes, Guillermo Tell, La Riqueza de las Naciones, Las Crónicas de Froissart, la Autobiografía de John Stuart Mill, y otras por el estilo. Ahora creo que no ha sido la fría niebla sino el peso abrumador de esos días pasados en el altillo, cuando luchaba con autores por los cuales no experimentaba ninguna simpatía, lo que me hizo dormir tan bien hace un rato. En ese caso debo agradecer a sus espíritus ausentes por haberme hecho recordar este caprichoso sueño, en el que aparece una colección de mágicos libros que valoraba hasta tal extremo que los escondí —en un cofrecito— y jamás volví a encontrarlos nuevamente. ¿No es extraño que esos libros, libros que pertenecen a mi juventud, tengan que revestir más importancia para mí que todo lo que he leído después? Obviamente debo de haberlos leído en el sueño, inventando títulos, contenido, autor, todo. De vez en cuando como he mencionado previamente, con los destel1os del sueño regresan a veces nítidos recuerdos de la misma textura de la narración. En tales momentos me pongo casi frenético, porque en la serie del sueño hay un libro que encierra la clave de toda la obra, y este libro en particular, su título, su contenido y su significado, llega a veces hasta el umbral mismo de la conciencia.
Pero otra cosa más precipitó el recuerdo de esos días idos tanto tiempo atrás. Esta misma mañana examiné el índice que aparece en el último volumen de The Harvard Classics con el fin de refrescar la memoria. Como siempre, la simple idea de esta colección despierta memorias de días sombríos pasados en el altillo con estos sangrientos libros. Considerando el triste estado de ánimo en que solía estar cuando me retiraba a este ala funeraria de la casa, no puedo menos que maravillarme por el hecho de que haya navegado por una literatura como Rabbi Ben Ezra, The Chambered Nautilus, Ode to a Waterfowl, I Promessi Sposi, Samson Agonistes, Guillermo Tell, La Riqueza de las Naciones, Las Crónicas de Froissart, la Autobiografía de John Stuart Mill, y otras por el estilo. Ahora creo que no ha sido la fría niebla sino el peso abrumador de esos días pasados en el altillo, cuando luchaba con autores por los cuales no experimentaba ninguna simpatía, lo que me hizo dormir tan bien hace un rato. En ese caso debo agradecer a sus espíritus ausentes por haberme hecho recordar este caprichoso sueño, en el que aparece una colección de mágicos libros que valoraba hasta tal extremo que los escondí —en un cofrecito— y jamás volví a encontrarlos nuevamente. ¿No es extraño que esos libros, libros que pertenecen a mi juventud, tengan que revestir más importancia para mí que todo lo que he leído después? Obviamente debo de haberlos leído en el sueño, inventando títulos, contenido, autor, todo. De vez en cuando como he mencionado previamente, con los destel1os del sueño regresan a veces nítidos recuerdos de la misma textura de la narración. En tales momentos me pongo casi frenético, porque en la serie del sueño hay un libro que encierra la clave de toda la obra, y este libro en particular, su título, su contenido y su significado, llega a veces hasta el umbral mismo de la conciencia.
Uno de los aspectos más borrosos, confusos y
atormentadores relacionados con este recuerdo es que siempre me impone la
sensación —¿por quién?, ¿en virtud de qué? — de haber leído esos libros en el
barrio de Fort Hamilton (Brooklyn). Se me impone el convencimiento de que
todavía están escondidos en la casa donde los leí, pero no tengo la menor
noción del sitio donde estaba esa casa, a quién pertenecía ni por qué motivo
llegué allí. Lo único que recuerdo hoy sobre Fort Hamilton es haber andado en
bicicleta por los lugares hacia los cuales me encaminaba los solitarios sábados
por la tarde, en la época en que me consumía un desolado amor por mi primera
novia. Como un fantasma sobre ruedas recorría el trayecto de rutina —Dyker
Heights, Bensonhurst, Fort Hamilton— siempre que salía de casa pensando en
ella. Viajaba tan absorto pensando en ella que perdía por completo la noción de
mi cuerpo. por momentos pedaleaba pegado al parachoques trasero de un automóvil
que marchaba a sesenta kilómetros por hora y por momentos deambulaba como un
sonámbulo. No podría decir que el tiempo haya gravitado pesadamente en mis
manos. La pesadez se alojaba enteramente en mi corazón. En ocasiones me
arrancaba de la ensoñación el paso de una pelota de golf sobre mi cabeza. En
ocasiones la vista del cuartel me llevaba allí, porque siempre que espío
viviendas militares, viviendas que los hombres habitan hacinados como ganado, experimento
una sensación de repugnancia. Pero también había intermedios —o «remisiones»,
si se quiere— agradables. Siempre, por ejemplo, me agradaba entrar en
Bensonhurts, donde de niño había pasado días tan encantadores con Joey y Tony.
¡Cómo ha cambiado todo con el tiempo! En esa época, en esas tardes de los
sábados, era un joven desesperadamente enamorado, un becerro lunar
completamente indiferente a todo lo demás en el mundo. Si me echaba en brazos
de un libro sólo era para olvidar el dolor de un amor que resultaba demasiado
grande para mí. Mi refugio era la bicicleta. Montado en la bicicleta tenía la
sensación de sacar a ventilar mi doliente amor. El panorama que se desplegaba
ante mis ojos o que desaparecía a mis espaldas era un sueño perfecto: bien podría
haber estado recorriendo una pista en un escenario. Todo lo que miraba sólo
servía para recordarme a ella. A veces, creo que para no caerme al suelo
completamente desesperado y abrumado, alimentaba esas fatuas fantasías que
asaltan a los enamorados, la chispa de esperanza, digamos, de que en un recodo
del camino ella me aguardase para recibirme con una cálida, radiante y amorosa
sonrisa... pero ella. Si ella no se «materializaba» en este punto, imaginaba
que estaría en otro, hacia el cual, con oraciones y esperanzas, avanzaría a
toda velocidad, sólo para llegar sin aliento y otra vez decepcionado.
No cabe duda que la mágica naturaleza de estos
libros del sueño guardaba relación con mi acumulada nostalgia por esta niña que
nunca lograba encontrar, y había sido inspirada por ella. No cabe duda de que
en algún lugar de Fort Hamilton, en breves momentos tan negros, tan torturados
por el dolor, tan desolados, tan singularmente míos, mi corazón debe haberse
destrozado varias veces. Sin embargo —y de esto estoy seguro— esos libros nada
tenían que ver con el amor. Estaban más allá de eso... ¿de qué? Trataban de
cosas indecibles. Aún ahora, a pesar de lo nublado y carcomido por el tiempo
que el sueño aparece en el recuerdo, reconozco elementos tenues, sombríos pero
reveladores, como los siguientes: una mágica figura blanca sentada en un trono
(como en las antiguas piezas de ajedrez de piedra), que sostenía en las manos
un llavero de llaves grandes y pesadas (como una antigua moneda sueca) y no se
parece ni a Hermes Trimegisto ni a Apolonio de Tiana, ni siquiera al temible
Merlín, sino que más se asemeja a Noé o a Matusalén. Trata de decirme, con
prístina claridad, algo que escapa a mi comprensión, algo que he venido
ansiando y afanándome por conocer. (Un secreto cósmico, sin duda). La figura
pertenece al libro clave que, como he destacado, es el eslabón perdido de toda
la serie. Hasta este punto la narración, si pudiéramos llamarla así —a través
de los libros precedentes de la colección del sueño— ha sido una serie de
aventuras extraterrenas, interplanetarias o, a falta de una palabra mejor,
«prohibidas», de la más asombrosa variedad y naturaleza. Es como si la leyenda,
la historia y el mito, combinadas con incursiones suprasensibles y que escapan
a toda descripción, se hubiesen entremezclado y comprimido en un prolongado y
sostenido momento de divina fantasía. Y, por supuesto, ¡para mi beneficio
especial! Pero lo que agrava la situación en el sueño es que siempre recuerdo
el hecho de que comencé la lectura del libro que falta, pero —¡ah, si lo
supiera!— lo abandoné sin ninguna razón obvia, evidente o siquiera oculta. Una
sensación de pérdida irreparable alisa, literalmente aplana, todo sentido de
culpa que quiere emerger. ¿Por qué, por qué, me pregunto, no proseguí la lectura
de este libro? Si lo hubiese hecho jamás habría perdido ese libro y tampoco lo
demás. En el sueño la doble pérdida —la pérdida del contenido y la pérdida del
libro mismo— se acentúa y se presenta como una sola.
Pero este sueño tiene asociada otra característica
más: la parte que tuvo en ello mi madre. En La Crucifixión Rosada he descrito
mis visitas al viejo hogar, visitas que hice expresamente para recuperar los
bienes de mi juventud, particularmente ciertos libros que, por alguna razón
inexplicable, eran muy preciosos para mí en estas ocasiones. Según lo
interpreto, mi madre parece haberse deleitado perversamente en decirme que
«mucho tiempo» antes había regalado los libros. «¿A quién?», pregunté fuera de
mí. Nunca pudo recordarlo, sólo que había sido mucho tiempo atrás. O bien, si
lo recordaba, la gente a la cual los había entregado se había mudado mucho
tiempo antes y, por supuesto, ya no sabía dónde vivían ni le parecía —y esto
fue gratuito por su parte— que se hubieran quedado con esos libros para
siempre. Y así sucesivamente. Algunos los había regalado, según confesó, a la
Sociedad de Beneficencia o a la Sociedad de San Vicente de Paúl. Estas
explicaciones siempre me sacaban de quicio. A veces, en momentos de vigilia, me
preguntaba si en realidad esos libros perdidos en el sueño y cuyos títulos
habían desaparecido por completo de mi memoria, no eran libros reales de carne
y hueso que mi madre había obsequiado irreflexiva e irresponsablemente.
Por supuesto, siempre que estuve allí en el altillo
leyendo la imponente biblioteca de un metro cincuenta de alto, mi madre se
mostraba tan intrigada por este proceder como por todo lo que se me ocurría
hacer. No comprendía que pudiera «desperdiciar» una tarde tan hermosa leyendo
esos libros soporíferos. Ella sabía que yo sufría, pero jamás tuvo la más
remota idea de la causa de ese sufrimiento. En ocasiones expresó el parecer de
que vivía deprimido a causa de los libros. Y, por supuesto, los libros
contribuyeron a deprimirme con mayor profundidad porque no contenían ningún
remedio para el mal que me aquejaba. Quería ahogarme en mis penas, y los libros
fueron otros tantos moscardones gordos y zumbones que me mantenían despierto,
haciéndome arder el cuero cabelludo de aburrimiento.
Cómo salté el otro día al leer en uno de los libros
de Marie Corelli, ahora olvidados, lo siguiente: «¡Dadnos algo duradero! es la
exclamación de la cansada humanidad. Las cosas que hemos pasado, en razón de su
efímera naturaleza, son inútiles. ¡Dadnos algo que podamos guardar y llamar
nuestro para siempre! Por esta razón ensayamos y probamos todas las cosas que
parecen mostrarnos el elemento suprasensible que hay en el hombre, y cuando
comprobamos que fuimos engañados por impostores y conjurados, nuestro disgusto
y contrariedad resultan demasiado amargos hasta para ventilarse con palabras».
Hay otro sueño concerniente a otro libro y al cual
me refiero en La Crucifixión Rosada. El sueño es por demás extraño y en él
aparece un gran libro que esta niña que amaba (¡la misma!) y otra persona (su
amante desconocido, quizá) están leyendo por encima de mis hombros. El libro es
mío, quiero decir que es un libro escrito por mí. Menciono esto sólo para
sugerir que de todas las leyes de la lógica resultaría que el libro perdido en
el sueño, la clave de toda la serie —¿de qué serie?— había sido escrito por mí
y no por otro. Si había conseguido escribirlo en sueños, ¿por qué no podría
escribirlo soñando despierto? ¿Acaso un estado difiere tanto del otro? Puesto
que me he aventurado a decir tanto, ¿por qué no completar el pensamiento y
agregar que la única finalidad que me animó a escribir radicó en esclarecer un
misterio? (Nunca he sabido abiertamente en qué consiste este misterio). Sí,
desde el momento en que comencé a escribir con absoluta dedicación, mi único
deseo fue sacarme de encima este libro que llevo dentro, en lo profundo de mi
ser, a todas las latitudes y longitudes y en todas las faenas y vicisitudes.
Arrancar este libro de mis entrañas, darle calor, vida y existencia física, tal
ha sido mi empeño y preocupación... El mago iluminado que aparece en oníricos
destellos oculto en un cofre diminuto —cofre soñado, podríamos decir— ¿quién es
sino yo mismo, el más antiguo de mis seres? ¿Acaso no tiene en las manos un
llavero? Y está situado en el centro crucial de todo el misterioso andamiaje.
Pues bien, ¿qué es ese libro desaparecido, entonces, sino «la historia de mi
corazón» según el nombre tan hermoso que le ha dado Jefferies? ¿Acaso un hombre
puede narrar otra historia que no sea la suya? ¿Acaso no es ésta la más difícil
de narrar entre todas las historias, la más oculta, la más abstrusa, la más
mistificadora?
El hecho de que hasta en sueños leamos es un hecho
significativo. ¿Qué leemos, qué podemos leer en las tinieblas del inconsciente,
no siendo nuestros más profundos pensamientos? Los pensamientos jamás cesan de
agitar el cerebro. En ocasiones percibimos la diferencia entre los pensamientos
y el pensamiento, entre el que piensa y la mente que es todo pensamiento. A
veces, como a través de una pequeña hendidura, captamos un destello de nuestro
ser dual. Cerebro no es mente, de eso podemos estar seguros. Si fuese posible
localizar el asiento de la mente, entonces sería más correcto situarlo en el
corazón. Pero el corazón es simplemente un receptáculo o transformador por cuyo
intermedio el pensamiento se torna reconocible y efectivo. El pensamiento tiene
que pasar por el corazón para volverse activo y significativo.
Existe un libro que forma parte de nuestro ser y
que está contenido en nuestro ser, y ese libro es el registro de nuestro ser.
He dicho nuestro ser y no nuestro devenir. Comenzamos a escribir este libro en
el momento de nacer y lo proseguimos después de la muerte. Solamente cuando
estamos a punto de renacer lo terminamos y le ponemos la palabra «Fin». En
consecuencia, es toda una serie de libros que, desde un nacimiento hasta el
siguiente, continúa la historia de la identidad. Todos somos escritores, pero
no todos heraldos ni profetas. Lo que sacamos a relucir del registro oculto lo
firmamos con nuestro nombre de pila, que jamás es el nombre real. Pero lo único
que llega a conocer alguna vez la luz es lo mejor de nosotros, lo más fuerte,
lo más valiente, lo mejor dotado. Lo que entorpece nuestro estilo, lo que
falsea la narración, son las porciones del registro que ya no podemos
descifrar. El arte de escribir no lo perdemos nunca, pero lo que a veces
perdemos es el arte de leer. Cuando encontramos un adepto de este arte,
recuperamos el don de la visión. Es el don de la interpretación, naturalmente,
porque leer siempre es interpretar.
La universalidad del pensamiento es suprema y está
por encima de las cosas. Nada escapa a la comprensión o al entendimiento. Lo
que falla en nosotros es el deseo de saber, el deseo de leer o interpretar, el
deseo de dar significado a todo pensamiento que expresamos. Acidia: el gran
pecado contra el Espíritu Santo. Abrumados por el dolor de la privación,
cualquiera sea la forma en que se manifieste —y asume muchas, muchas formas—,
nos refugiamos en la mistificación. La humanidad, en el sentido más profundo,
no es huérfana porque haya sido abandonada, sino porque obstinadamente se niega
a reconocer su paternidad divina. Terminamos el libro de la vida en el otro
mundo porque nos negamos a comprender que hemos escrito aquí y ahora...
Pero volvamos a les cabinets, que es el equivalente
francés de retrete y que por alguna extraña razón siempre se emplea en plural.
Algunos de mis lectores recordarán un pasaje en el cual consigno tiernas
reminiscencias de Francia, concernientes a una apresurada visita al retrete y a
la visión totalmente inesperada de París que tuve desde la ventana de ese
estrecho lugar. 2 ¿No sería formidable, pensaría cierta gente, construir
nuestra casa de manera que desde el asiento del excusado pudiéramos divisar un
imponente panorama? Me parece que no interesa en lo más mínimo la vista que se
tenga desde el retrete. Si al acudir al retrete llevas contigo algo más que tú
mismo, además de tu propia necesidad vital de evacuar y limpiar el organismo,
puede que entonces el desiderátum sea una vista hermosa o imponente desde la
ventana del cuarto de baño. En ese caso bien valdría la pena montar una
estantería para libros, colgar cuadros y hermosear de otra manera este lieu
d’aisance. Así, en vez de salir al aire libre y tenderse bajo un árbol
frondoso, valdría la pena sentarse en el «baño» y meditar. Si fuese necesario
hasta se podría construir todo el mundo personal en torno al «W.C.». Se podría
hacer que el resto de la casa quedase subordinado al asiento de esta suprema
función. Se forjaría así una raza que, altamente consciente del arte de la
eliminación, se dedicaría a eliminar todo lo que hay de feo, inútil, malo y
«deletéreo» en la vida cotidiana. Haciendo eso elevaríamos el retrete a lugar
celestial. Pero mientras usemos este sagrado retiro no perdamos el tiempo
leyendo sobre la eliminación de esto o aquello, o ni siquiera sobre la
eliminación misma. La diferencia entre la gente que se refugia en el retrete,
sea para leer, rezar o meditar, y la que sólo concurre allí para hacer lo que
tiene que hacer, radica en que la primera siempre tiene una ocupación
inconclusa entre manos y la segunda siempre está lista para el próximo
movimiento, para el próximo acto.
Hay un antiguo dicho que dice: «¡Mantén abierto tu intestino
y confía en el Señor!» Esto encierra su sabiduría. Hablando en términos
amplios, significa que manteniendo nuestro organismo libre de venenos estaremos
en condiciones de tener la mente libre y despejada, abierta y receptiva;
dejaremos de preocuparnos por cuestiones que no nos atañen —como la forma en
que debe dirigirse el cosmos, por ejemplo— y haremos en paz y tranquilidad lo
que debe hacerse. Este sano consejo no contiene la menor insinuación de que al
mantener abierto el intestino también se debe luchar por mantenerse al tanto de
los acontecimientos mundiales o estar al día sobre los libros o comedias de
actualidad, o familiarizarse con la última moda, con los cosméticos más
refinados o los fundamentos del inglés básico. En efecto, esa breve máxima
implica que cuanto menos se haga para ello, tanto mejor. Digo «ello»
entendiendo que la ocupación de ir al retrete es muy seria y no absurda ni
repulsiva. Las palabras claves son «abrid» y «confiad». Ahora bien, si se
arguye que leyendo sentado en el excusado se contribuye a liberar el intestino,
sugeriría entonces la lectura de un material lo más leve posible. Leed los
Evangelios, por ejemplo, porque los Evangelios son del Señor, y el segundo
mandamiento es «confiad en el Señor». Yo mismo estoy convencido de que se puede
tener fe y confianza en el Señor sin leer el Santo Mandato en el retrete y, en
efecto, abrigo la certeza de que se tiende a creer y confiar más en el Señor no
leyendo absolutamente nada en el retrete.
¿Cuando visitas al psicoanalista éste te pregunta
qué lees en el excusado? Debería hacerlo. Para el psicoanalista debería ser muy
distinto que el paciente lea un tipo de literatura en el retrete y otro en otra
parte. Incluso debería ser importante el hecho de que tú leas o no leas en el retrete.
Lamentablemente estas cuestiones no se comentan con suficiente amplitud. Se
presume que lo que se haga en el «W.C.» pertenece al fuero privado de cada
cual. No es así. Interesa al universo entero. Si, según vamos creyendo cada vez
más, nos vigilan criaturas de otros planetas, no cabe duda de que espían hasta
nuestros actos más secretos. Si logran penetrar la atmósfera de esta tierra,
¿qué podría impedirles atravesar las puertas cerradas de nuestros retretes?
Reflexionad sobre esto cuando no tengáis nada mejor en qué pensar, allí dentro.
Quisiera instar a los que experimentan con cohetes y otros medios de
comunicación y transporte interestelar, que imaginen por un instante qué
aspecto tendrían para los moradores de otros mundos si los viesen leyendo Time
o The New York, por ejemplo, en el «John». Vuestra lectura dice mucho de
vuestro ser interior, pero no todo. Sin embargo, el hecho de que estéis leyendo
en un sitio donde deberíais estar haciendo, reviste cierta importancia. Es una
característica que hombres ajenos a este planeta destacarían inmediatamente, y
bien podría influir en su juicio sobre nosotros.
Y si para cambiar de tono nos limitamos a la
opinión de los seres simplemente terrestres, pero seres alerta y discernidores,
el cuadro no se modifica mucho. No solamente es grotesco y ridículo mirar la
página impresa estando sentado en el excusado, sino que también tiene visos de
locura. Este elemento patológico se pone en evidencia con bastante claridad
cuando la lectura se combina con la comida, por ejemplo, o durante un paseo.
¿Por qué no impresiona lo mismo cuando lo observamos vinculado con el acto de
la defecación? ¿Tiene algo de natural hacer estas dos cosas simultáneamente?
Supongamos que, aunque nunca quisiste ser cantante de ópera, siempre que acudes
al retrete te pones a practicar la escala musical. Supongamos que, aunque el
canto fuese todo en la vida para ti, insistieras en que el único momento en que
puedes cantar es cuando estás en el «W.C.». O supongamos que sencillamente
dices que cantas en el retrete porque no tienes otra cosa que hacer. ¿Colaría
eso en el consultorio de un psiquiatra? Pero éste es el tipo de coartada que da
la gente cuando se le apremia a explicar por qué tiene que leer en el retrete.
¿Entonces con limitarse a abrir el intestino no
basta? ¿Hace falta incluir a Shakespeare, Dante, William Faulkner y a toda la
galería de escritores de libros de bolsillo? ¡Dios mío, qué complicada se ha
vuelto la vida! En otra época cualquier lugar nos venía bien. Por compañía
teníamos el sol o las estrellas, el canto de los pájaros o el graznido de la
lechuza. No se trataba de matar el tiempo ni de matar dos pájaros de una sola
pedrada. Simplemente se trataba de dejar salir. Ni siquiera se nos ocurría
confiar en el Señor. Esta confianza en el Señor era tan inherente a la
naturaleza del hombre, que vincularla con el movimiento intestinal habría
parecido blasfemo y absurdo. En la actualidad se requiere un eximio matemático,
que también sea metafísico y astrofísico, para explicar el sencillo funcionamiento
del sistema autónomo. Ya nada es sencillo. Debido al análisis y a la
experimentación, hasta las cosas más ínfimas han asumido proporciones tan
complicadas que es extraño que alguien pueda decir que todo lo sabe de todas
las cosas. Hasta la conducta instintiva resulta ser altamente compleja. Las
emociones primitivas, como el miedo, el odio, el amor y la angustia, resultan
terriblemente complejas.
¡Pensar que somos nosotros quienes en los próximos cincuenta años nos lanzaremos a conquistar el espacio! ¡Somos las criaturas que, no queriendo convertirnos en ángeles, vamos a desarrollarnos como seres interplanetarios! Pues bien, no cabe duda de que por lo menos una cosa es previsible: ¡que hasta en el espacio tendremos excusados! Dondequiera que vayamos, el «John» nos acompaña, según observo. Antes solíamos preguntar: «¿Y si las vacas volaran?» Este chiste ya es antediluviano. Ahora, en vista de los proyectados viajes más allá de la atracción gravitacional, se impone la siguiente interrogante: «¿Cómo funcionarán nuestros órganos cuando ya no estemos sometidos a la atracción de la gravedad?» Viajando a mayor velocidad que el pensamiento —¡hasta se ha sugerido que seremos capaces de lograrlo!—, ¿podremos leer algo allí, entre las estrellas y los planetas? Lo pregunto porque supongo que la nave espacial modelo estará equipada con lavabos, además de laboratorios, y que en ese caso nuestros nuevos exploradores del tiempo y el espacio sin duda se llevarán consigo material para leer en el retrete.
¡Pensar que somos nosotros quienes en los próximos cincuenta años nos lanzaremos a conquistar el espacio! ¡Somos las criaturas que, no queriendo convertirnos en ángeles, vamos a desarrollarnos como seres interplanetarios! Pues bien, no cabe duda de que por lo menos una cosa es previsible: ¡que hasta en el espacio tendremos excusados! Dondequiera que vayamos, el «John» nos acompaña, según observo. Antes solíamos preguntar: «¿Y si las vacas volaran?» Este chiste ya es antediluviano. Ahora, en vista de los proyectados viajes más allá de la atracción gravitacional, se impone la siguiente interrogante: «¿Cómo funcionarán nuestros órganos cuando ya no estemos sometidos a la atracción de la gravedad?» Viajando a mayor velocidad que el pensamiento —¡hasta se ha sugerido que seremos capaces de lograrlo!—, ¿podremos leer algo allí, entre las estrellas y los planetas? Lo pregunto porque supongo que la nave espacial modelo estará equipada con lavabos, además de laboratorios, y que en ese caso nuestros nuevos exploradores del tiempo y el espacio sin duda se llevarán consigo material para leer en el retrete.
Hay un aspecto que se presta a conjeturas: la
índole de esta literatura interespacial. Solíamos ver de tiempo en tiempo
cuestionarios en los que se nos preguntaba qué leeríamos si fuésemos a
refugiarnos en una isla desierta. Nadie, que yo sepa, ha preparado todavía un
cuestionario sobre lo que sería buena lectura en el excusado de una nave
espacial. Si obtuviésemos las mismas respuestas de siempre en este próximo
cuestionario, o sea Homero, Dante, Shakespeare y compañía, mi desilusión sería
sumamente cruel.
Esta primera nave que abandone la tierra, quizá
para no regresar jamás... ¡Qué no daría por conocer los títulos de los libros
que habría en ella! Me parece que no se han escrito todavía libros que ofrezcan
sustento mental, moral y espiritual a esos audaces precursores. Es posible,
según lo veo, que estos hombres no se preocupen para nada por la lectura, ni
siquiera en el retrete; quizá se conformen con ponerse a tono con los ángeles,
con escuchar las voces de los seres queridos que partieron, aguzando el oído
para captar la incesante canción celestial.
1. Nature and Man, por Paul Weiss; Henry Holt & Co., Nueva York, 1947.
2. Véase el capítulo titulado «Recordar para
recordar», en mi libro Remember to Remember; New Directions, Nueva York.
pues se quedó el retrete con la cagalutina más larga que jamás vieron los bloggeros
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