miércoles, 29 de febrero de 2012
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Aunque estábamos muy juntos, ninguno de nosotros podía ver a otro, ni siquiera nada de la parte del bergantín, sobre la cual éramos tan impetuosamente zarandeados. A intervalos, nos llamábamos unos a otros, intentando mantener viva la esperanza y dar consuelo y valor a quien más necesidad tenía de ello. La débil situación de Augustus le hacía objeto de la solicitud de todos nosotros; y como suponíamos que la herida en el brazo derecho había de imposibilitarle para sujetar sólidamente su amarra, nos figurábamos a cada instante que iba a ser arrastrado por las olas, y prestarle socorro era algo absolutamente imposible. Afortunadamente, se encontraba en el sitio más seguro, pues la parte superior de su cuerpo se cubría con un trozo de cabrestante roto, y las aguas, antes de caerle encima, perdían gran parte de su violencia. En cualquier otra posición que no fuese aquélla (en la que había quedado accidentalmente después de haberse atado él mismo en un sitio muy expuesto), hubiese perecido infaliblemente antes del amanecer. Debido a que el bergantín se hallaba muy echado hacia la banda, estábamos menos expuestos a ser arrebatados por las olas, como hubiese sucedido en otro caso. Como he dicho antes, el barco se inclinaba hacia babor, pero la mitad de la cubierta estaba constantemente bajo el agua. Por eso las olas, que entrechocaban por estribor, rompían contra el costado del barco, alcanzándonos solamente algunas rociadas de agua, mientras yacíamos tendidos boca abajo; por el contrario, las que venían por babor, las que se llaman olas de remanso, porque caen por la espalda. no podían cogernos con bastante ímpetu, a causa de nuestra posición, no tenían fuerza suficiente para soltarnos de nuestras amarras. En tan espantosa situación permanecimos hasta que alumbró el día, mostrándonos con todo detalle los horrores que nos rodeaban. El bergantín era un simple tronco que rodaba a merced de las olas; la tempestad no había cedido sino para soplar con la fuerza de un huracán, y parecía que no podíamos esperar salvación alguna terrenal. Durante varias horas permanecimos en silencio, esperando a cada momento que se rompieran nuestras amarras, que los restos del cabrestante irían por la borda, o que algunas de las enormes olas que rugían en todas direcciones alrededor y por encima de nosotros sumergiese de tal modo el casco, que nos ahogásemos antes de volver a la superficie.
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