Ahora bien, ni siquiera yo me daba cuenta de que aquella aparente excitación estaba marcando el fin del Imperio. En la exposición universal, Alfred Krupp mostró un cañón con dimensiones nunca vistas, cincuenta toneladas, una carga de pólvora de cien libras por proyectil. El emperador quedó tan fascinado que le concedió la Legión de Honor, pero cuando Krupp le mandó la tabla de precios de sus armas, que estaba dispuesto a vender a todos los estados europeos, los altos mandos franceses, que tenían sus armadores preferidos, convencieron al emperador de que declinara la oferta. En cambio, evidentemente, el rey de Prusia lo adquirió.
Napoleón ya no razonaba como antes: los cálculos renales le impedían comer y dormir, por no hablar de montar a caballo; creía en los conservadores y en su mujer, convencidos de que el ejército francés seguía siendo el mejor del mundo, mientras que contaba (eso lo supimos después) a lo sumo con cien mil hombres contra cuatrocientos mil prusianos; y Stieber ya había enviado a Berlín informes sobre los chassepots que los franceses consideraban el último grito en cuanto a fusiles, y que, sin embargo, se estaban convirtiendo en artilugios de museo. Además, se complacía Stieber, los franceses no habían conseguido poner en pie un servicio de informaciones igual al suyo.
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