sábado, 17 de septiembre de 2011

ICEBERG: Yo necesito amor, Klaus Kinski




"Mario Costa ha muerto. Tal como se lo profeticé, porque no era capaz de tener cerrada la bocaza. Malvendemos el Maserati y la caravana. Nos compramos un Land-Rover, cargamos nuestros sacos de Marinero y salimos de Roma antes de que se haga de día.

Primero viajamos a Munich, donde me espera Werner Herzog, que me ha ofrecido rodar una película en Perú: Aguirre o la cólera de Dios [Aguirre, the Wrath of God].

Biggi nos deja su piso, porque se va a pasar un año a Venezuela, donde Nastassia va a la escuela.

En Munich me encuentro por la calle a Helmut von Gaza. Acaba de salir de la cárcel de Italia, donde lo habían encerrado por pervertir a chicos menores de edad.

- ¿Qué se sabe de los demás?- le pregunto para levantarle un poco el ánimo.

-Al príncipe Kropotkin lo han encontrado asfixiado con un cojín en su isla española.

- ¿Y Gusti?

-Gusti estaba casada con él. De esa manera consiguió ingresar en la nobleza antes de morirse de cáncer.

Herzog, el productor de la película, también ha escrito el guión y quiere dirigirla. Lo primero que hago es preguntarle cuánto dinero tiene.

Cuando viene a mi casa, está tan cohibido que apenas se atreve a entrar. Aunque a lo mejor no es más que una táctica suya. En cualquier caso, se queda tanto rato estúpidamente parado delante de la puerta que tengo que remolcarlo adentro. En cuanto está dentro del piso, empieza a explicarme la película sin que yo se lo haya pedido. Le digo que ya he leído el guión y, por lo tanto, conozco la historia. Pero no me escucha, habla y habla y habla. Creo que no podría dejar de hablar ni aunque se lo propusiese. No es que hable deprisa, "por los codos", como se suele decir cuando alguien habla mucho y deprisa, escupiendo las palabras. Al contrario. Tiene una manera de hablar plúmbea, más perezosa que un sapo, minuciosa, quisquillosa, fragmentaria; de su boca brotan cascotes de palabras, que intenta retener al máximo, como si le pagaran intereses por ellas. Pasa una eternidad hasta que por fin se saca del cerebro uno de sus mocos mentales resecos. Luego se contonea en doloroso éxtasis, como si tuviera llenos de azúcar sus dientes podridos. Una lentísima máquina de parlotear. Un modelo anticuado, cuyo interruptor no funciona y es imposible parar, a menos que se desconecte el interruptor central de la corriente. En fin, debería partirle la cara. No, debería dejarlo inconsciente a puñetazos. Pero incluso inconscientemente seguiría hablando. Aunque le cortasen las cuerdas vocales, seguiría hablando como un ventrílocuo. Aunque le rajasen el gaznate y lo decapitasen, seguirían brotándole vaciedades de la boca, como los gases producidos por una putrefacción interior.


No entiendo en absoluto de qué está hablando, excepto que está enamorado de sí mismo sin motivo aparente y está fascinado por su propia osadía, que no es más que la ignorancia de un diletante. Cuando cree que ha llegado el momento de que yo haya comprendido lo cojonudo que él es, me confiesa, sin más preámbulos y con aire de estar de vuelta de todo, las condiciones de vida y de trabajo que me esperan; es como si estuviera leyéndome una merecida sentencia. Y afirma, con el mismo descaro y ramplonería (por decirlo así, relamiéndose los labios, como si se tratara de un bocado delicioso), que todos los que participan en el proyecto está dispuestos a aceptar con alegría las inimaginables fatigas y privaciones que les esperan, con tal de de seguirle los pasos a él, a Herzog. Es más: todos ellos incluso arriesgarían la vida por él sin pestañear. Por lo que respecta a él, está dispuesto a jugárselo todo a una carta para obtener su meta. Cueste lo que cueste: "Película o muerte", como dice él mismo con la insolencia de los estúpidos. Al mismo tiempo cierra los ojos, tolerante, ante los abortos de su delirio de grandeza, que él confunde con genialidad. Eso sí, confiesa sinceramente que a veces sus propias excentricidades le producen vértigo, pero se deja arrastrar por ellas.

Luego, de forma totalmente inesperada, me sacude un mazazo al intentar hacerme creer que posee sentido del humor. O, mejor dicho, lo deja entrever como quien no quiere la cosa, negligentemente, por así decirlo; luego, en mitad del chiste, se muestra cohibido, como si lo hubieran pillado haciendo algo malo.

Si al principio ha echado mano a triquiñuelas gastadas para atontarme, ahora manda a hacer puñetas todas las normas de precaución y empieza a soltar mentiras descaradas. Dice que le gusta hacer pillerías, que con él se puede ir a robar caballos, etcétera. Y, como ya ha llegado tan lejos en su confesión, no quiere ocultarme que está, como tantas otras veces, a punto de partirse de risa viendo lo travieso que es. Mientras yo empiezo a estar completamente seguro de que en toda mi vida no he conocido persona más cazurra, encorsetada, acartonada, carente de sentido del humor, de escrúpulos y de ingenio, deprimente, aburrida y fanfarrona que Herzog, él, con total despreocupación, sigue desmenuzando los detalles más lelos e insulsos de sus fantochadas hasta que por fin, como un fanático ante un ídolo, se postra de hinojos ante sí mismo, y persiste, obsesionado, en esa postura hasta que alguien se inclina hacia él y lo libera de la humillación ante su propia persona.

Pero eso no es todo: después de abocar ese cargamento de toneladas de basura - ahora apesta por toda la habitación, produciéndome náuseas-, se las da, para más inri, de ingenua, casi rural criatura inocente, de espíritu -subraya- poético y soñador, como si no viviera la realidad y no tuviera la menor noticia de lo brutal que es el aspecto material de este mundo. Sin embargo, me doy perfecta cuenta de que se cree un tío muy listo. De que no se le escapa ni el más mínimo gesto mío e intenta desesperadamente leerme el pensamiento. De que se está calentando los cascos para hallar la manera de aprovecharse de mí en todos los puntos del contrato. En pocas palabras: de que tiene muy claro que me la va a dar con queso.


Referencia: Aguirre o la cólera de Dios, Werner Herzog descrito por Klaus Kinski
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