sábado, 10 de diciembre de 2011

Por William Gibson

Cuando tenía 13 años, en 1981, subrepticiamente adquirí una antología de escritura beat –presintiendo, correctamente, que mi madre no lo aprobaría. Inmediatamente, y para mi fastuosa excitación, descubrí a Allen Ginsberg, Jack Kerouac y un William S. Burroughs –autor de algo llamado El almuerzo desnudo (Naked Lunch), en extractos en toda su coruscante brillantez. Burroughs era entonces el más radical hombre de letras que el mundo podía ofrecer, y en mi opinión, aún mantiene ese título. Nada, en toda mi experiencia en literatura desde entonces, ha sido tan destacadopara mí, y nada nunca ha tenido un efecto tan fuerte en mi sentido de las amplísimas posibilidades de escribir. Más tarde, en un intento por entender este impacto, descubrí que Burroughs incorporó trozos de textos de otros autores en su trabajo , una acción que sabia que mis maestros llamarían plagio. Algunos de estos préstamos fueron retomados de la ciencia ficción norteamericana de los años 40 y 50, agregando para mi un impacto secundario de reconocimiento. Para entonces supe que este “método cut-up”, como lo llamaba Burroughs, era central para lo que sea que creyera estar haciendo, y que él, literalmente, atribuía a algo cercano a la magia. Cuando escribió acerca de su proceso, se erizaron mis cabellos de la nuca, por el grado de mi excitación. Experimentación con cinta de audio lo inspiró en una vena similar: como “el juguetito de Dios”, bautizó su amigo Brion Gysin a su máquina de doble carrete. Samplear a Burroughs fue interrogar al universo con tijeras y pegamento, y el menos imitativo de los autores no era plagiario alguno.Unos veinte años después, cuando nuestros senderos finalmente se cruzaron . le pegunté a Burroughs por qué no escribía aún en una computadora. “¿Para qué quiero una computadora?”, preguntó, con evidente desagrado. “Tengo una máquina de escribir”. Pero yo ya sabía que el procesamiento de textos era otro juguetito de Dios, y que las tijeras y el pegamento siempre estarían allí para mí, en el escritorio de mi Apple IIc. Los métodos de Burroughs, que funcionaron también para Picasso, Duchamp, y Godard, fueron construidosdentro de la tecnología a través de la cual hoy compongo mis propias narrativas. Todo lo que escribí, creo instintivamente, fue en cierta medida collage. Significando, en última instancia, que pareciera materia de datos adyacentes. De ahí en adelante, explorando posibilidades de (el llamado) ciberespacio., yo vierto mis narrativas con referencias de una especie de collage: la Inteligencia artificial en Count Zero, que emula Joseph Cornell, el ensamble ambientalconstruido en el Bay Bridge en Virtual Light. Mientras tanto, a principios de los años 70 en Jamaica, King Tubby y Lee “Scratch” Perry, grandes visionarios, estuvieron deconstruyendo música grabada. Utilizando equipo asombrosamente primitivo de al era predigital, crearon lo que dieron en llamar “versiones”. La naturaleza recombinante de sus medios de producción se dispersó rápidamente entre djs de Nueva York y Londres. Nuestra cultura no se preocupa más por el uso de palabras como apropiación o préstamo para describir esas actividades. Pero las audiencias de hoy no escuchan para nada –están participando. De hecho el termino “audiencia” es tan anticuado, como el término disco, uno pasivo arcaico, el otro físicamente arcaico. El disco, no el remix, es la anomalía actualmente. El remix es la verdadera naturaleza de lo digital. Hoy en día, proceso un interminable, recombinante y fundamentalmente social, genera incontables horas de producto creativo (¿otro término anticuado?) creatividad productiva. Decir que esto pone en riesgo a la industria discográfica, es sencillamente cómico. Esta industria, aunque tal vez no lo sepa aún, se ha ido por el mismo camino del disco. En cambio, la materia recombinante (el bootleg, el remix, el mash-up) se ha convertido en el característico pivote en el cambio entre dos siglos. Vivimos en una peculiar coyuntura, en la cual el disco (cd, acetato, dat, etcétera) –un objeto– y el recombinante digital (un proceso) coexisten aún, aunque brevemente. Pero parece haber pocas dudas de la dirección de este desarrollo. El recombinante se manifiestaen formas tan diversas como la novela gráfica de Alan Moore, The League of extraordinary Gentleman, cuya trama se genera a partir de motores de videojuegos (Quake, Doom, Halo), remixes de la librería entera de Dean Scream metastasiada; la distorsión de géneros por las hordas de la ficción de fans, de los universos de Star Trek o Buffy o (más satisfactorio aún), los dos al mismo tiempo, la edición menos JarJar (uff, intraducible) de Phantom (el sonido de una audiencia votando con sus dedos), híbridos de marcas de zapatos deportivos, alegres y transgresivos saltos de logo, y productos como figuras de Kubrick, esos coleccionables japoneses engañosos, que enmascaran unidades corporativas que, sin embargo, son rescatados del anonimato mediante la aplicación de una deliberadamente agresiva chamba de pintura “personal”. Se legisla eventualmente sobre nuevas tecnologías. Emergen y nos precipitamos detrás, cualesquiera sean los vórtices de cambio que generen. Legislamos después del hecho en un juego perpetuo de alcanzar, lo mejor que podemos, mientras que nuestras nuevas tecnologías nos redefinen –tan segura y quizá terriblemente como hemos sido redefinidos por la transmisión televisiva. “¿Quién es dueño de las palabras?”, preguntaba una desmembrada pero muy persistente voz a través de gran parte de la obra de Burroughs. ¿A quién le pertenecen ahora? ¿A quién le pertenece la música y toda nuestra cultura? A nosotros, a todos nosotros. Pero no todos entre nosotros lo saben –aún.

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