Voyage au bout de la nuit
" Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a todas sus desgracias, y no se les puede sacar de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su presente revolviendo en su interior la mierda del porvenir. Justos y cobardes que son todos, en el fondo. Es su naturaleza.
(...)
En Los Ángeles corre un rumor muy extraño. Se dice que un tal Céline, que merodea por las librerías inspeccionando a la competencia y buscando primeras ediciones de Faulkner, sería nada más ni nada menos que Louis Ferdinand, que no habría muerto en 1961 en Meudon. Tenía la carne floja. Parecía como si le disgustara ser parte de mí. Las cejas retorcidas para abajo parecían enloquecidas, unos pelos de cejas
enloquecidas. Horrible. Tenía un aspecto asqueroso. Y ni siquiera tenía ganas de mover el vientre. Estaba atrancado. Me dirigí al retrete a mear. Apunté bien pero no sé por qué salió de lado y se estrelló en el suelo.
Intenté apuntar mejor y meé toda la tapa del retrete que me había olvidado de levantar. Arranqué un buen pedazo de papel higiénico y lo limpié. Limpié el asiento. Eché el papel dentro de la taza y tiré de la cadena. (Pulp, 1994)
Proust, espectro a medias él mismo, se perdió con tenacidad extraordinaria en la futilidad infinita y diluyente de los ritos y las actitudes que se enmarañan en torno a la gente mundana, gente del vacío, fantasmas de deseos, orgiastas indecisos que siempre esperan a su Watteau, buscadores sin entusiasmo de Cíteras improbables. Pero la señora Herote, de origen popular y substancial, se mantenía sólidamente unida a la tierra por rudos apetitos, animales y precisos. Si la gente es tan mala, tal vez sea sólo porque sufre, pero pasa mucho tiempo entre el momento en que han dejado de sufrir y aquel en que se vuelven mejores. El gran éxito material y pasional de la señora Herote no había tenido aún tiempo de suavizar su disposición para la conquista.
Fui a la ventana, miré hacia afuera y vi una cagada de gato en el tejado de la casa de al lado. Luego me di la vuelta, busqué el cepillo de dientes, apreté el tubo. Salió demasiado. Rebasó el cepillo y cayó al lavabo. Era verde. Era como un gusano verde. Metí un dedo, cogí un poco, lo puse en el cepillo yempecé a cepillarme. ¡Dientes! ¡Vaya una maldita cosa! Tenemos que comer y comer y volver a comer. Somos asquerosos, condenados a nuestros pequeños y sucios hábitos. Comer y tirarse pedos y rascarse y sonreír y marcharse de vacaciones.
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