lunes, 9 de diciembre de 2013

NO SE SI LO HE PUESTO EN EL BLOG, PERO POR SI ACASO LO COPIO Y LO PEGO, ME GUSTA VER COSAS QUE HACIA TIEMPO QUE NO VEIA

"La Naturaleza, Muerta", en Cimal. Arte Internacional, 2ª etapa, n.º 51, 1999, pp. 84-88. ISSN: 0210-119X. La naturaleza, muerta. Víctor del Río I
Hubo un tiempo en el que hablar de la “naturaleza muerta” era posible porque podía contraponerse a otra “viva”. La “naturaleza muerta” nombraba un género de pintura ensayística en la que el pintor afinaba sus pinceles ante algunas muestras inertes del gran modelo básico de toda voluntad artística, es decir, ante el gran mito de La Naturaleza. Trofeos de caza menor que colgaban o yacían sobre la mesa de madera (a su vez una porción de naturaleza amoldada a las necesidades humanas y que servía para sostener aquella otra masacre de frutas y pájaros), conjunto variopinto y dispuesto en un estudiado azar que permitía la observación detenida de las texturas y los efectos de la luz sobre los objetos. Era necesaria, pues, cierta recolección de “piezas” de ese mundo del que el artista se distanciaba por el mero acto de la observación y, más aún, por aquel otro de elaborar un espacio simbólico como el de la pintura. Pero, mucho más que la procedencia de aquellos objetos, el hecho de que fueran de origen cinegético, agrícola o artesano, lo que identifica una determinada actitud histórica (que ya no es nuestra) es la mirada que sobre ellos ejercía el pintor. La pose, ese leve alejamiento casi altivo para entornar los ojos o para constatar la perspectiva, la disposición tanteadora de la mirada que recorre esas escenas preparadas para el adiestramiento o el virtuosismo, es mucho más significativa que la apropiación violenta de aquellos cuerpos. La captura (literal en el caso de los animales muertos) de unos cuantos elementos representativos de un mundo en inquietante devenir puede verse como toda una metáfora de la voluntad de poder técnico, aunque éste aparezca en la forma lúdica de la caza o el arte. El arte como caza de instantes en los que la “naturalidad” es un valor que sólo se alcanza con el talento, la caza como ritual atávico que recrea el deseo de posesión y detención de esa realidad palpitante que se nos escapa y para la que somos perfectamente prescindibles. Pero, y esto es lo importante, lo más radical de la mirada, de su énfasis codificado en la pintura, es justo que con ella la naturaleza parece necesitarnos para ser retratada en los cuadros o en la fórmula de la caída libre de los graves. La mirada es allí arma recolectora y numérica porque realmente da número a la realidad en su reunión finita de elementos: Como arquetipos del conjunto ilimitado de las cosas, los bodegones, igual que los ejemplos de la aritmética escolar, escogen manzanas y aves. Hubo un tiempo en el que eran posibles las “naturalezas muertas”. Pero hoy el sentido de esas dos palabras muy bien podría estar más en la idea de un participio pasado que en la del adjetivo, habría que separar las dos palabras por una coma que expresara la idea de que, como otras muchas deidades, la naturaleza ha muerto. Muerta, vencida por las artes humanas que la depredaron finalmente, hoy tiene que ser rehabilitada en parques y sufre el afogonado electroshock de una conciencia ecologista tardía. El mito de su perfección y de su potencia sigue alimentando los documentales de La 2 y las estampas de los cuadernillos del National Geographic (fotografías a toda página que han sustituido los contenidos científicos por el asombro cómodo del “gran angular”, en una línea muy británica, eso sí, tendente a capturar el exotismo con cazamariposas). Pero la verdad es que la ancestral antinomia entre naturaleza y cultura se resolvió en favor del ejercicio domesticador de nuestra libertad, y acabó enjaulando a su oponente 1 . Esta situación, transformada por el tiempo, determinará el lugar del arte, la posición del hombre contemporáneo, frente a esa Physis de la que procede. Y precisamente en el sentimiento íntimo de procedencia u origen, en la alternativa entre una idea de fusión con la naturaleza o la permanente conciencia de exclusión a la que su hostilidad nos somete, se encuentra algo del significado profundo y cambiante de las manifestaciones históricas del arte. En nuestros días, el signo de esa desacomodación con el medio natural tiene unas claves nuevas, aunque no independientes de las que históricamente la han propiciado. II Pero, ni reside allí en exclusiva la posible calidad de su trabajo (esta no dejaría de ser una vieja trampa discursiva por la que asignamos un significado literario a una materia plástica cuyo lenguaje es otro); ni el tema que nos hemos propuesto, la relación arte-naturaleza, podría quedar ahora soslayado. Muy al contrario, en ese contacto material con el paisaje, presente en gran parte de su trayectoria artística, se encuentran algunas de las que quizá sean claves fundamentales para interpretar su obra. Una breve genealogía de nuestro actual estado de antinaturaleza” debe describir al menos los dos momentos fundamentales que sirven de apertura y cierre del romanticismo. La mutación que se comprende en ese período es la que hace cambiar nuestra idea acerca del desastre: de la naturaleza como catástrofe, que tiene su manifestación estética en aquel sublime kantiano; a la proliferación tecnológica como catástrofe a comienzos del siglo XX. Toda la literatura de la generación que sufrió el cambio de siglo está recorrida por las atribuladas meditaciones sobre la técnica: Heidegger, Benjamin, Ortega ... Una primera instancia de ese arco temporal reacciona contra el mecanicismo positivista, hay un intento de fusión. El paisaje es expresión de la interioridad humana, éste me responde y me describe en su puesta de sol o en el árbol retorcido a través de una íntima solidaridad. En las palabras de Edmund Wilson: «Lo que realmente tuvo lugar, dice Whitehead, fue una revolución filosófica. Los científicos del siglo diecisiete que presentaban el universo como un mecanismo habían hecho que la gente dedujera que el hombre era algo aparte de la naturaleza, algo introducido desde fuera en el universo y que permanecía ajeno a todo lo que encontraba.» Pero incluso en los bienintencionados intentos de conciliación estaban escritos con el lenguaje de las herramientas cuyo progreso no iba a detenerse. «Por consiguiente, aquel a quien la naturaleza se le aparece como algo muerto, en general jamás podrá alcanzar aquel profundo proceso, semejante al químico, gracias al cual, como acrisolado en el fuego, nace el oro puro de la belleza y la verdad.» Este inmejorable testimonio propone curiosamente un paradigma de aprehensión de la verdad-belleza radical de la naturaleza a través de dos símbolos seculares de la técnica o el artificio humano: la fragua y la alquimia, que actúan, en efecto como fórceps paridor del bien que de ella se espera. En el segundo extremo del arco, el que inaugura el siglo XX entre la euforia futurista y el terror a la máquina desbocada de la tecnología, los hombres nacidos en el XIX, cayeron en la cuenta del desastre. La técnica crea el nuevo paisaje, vence a la naturaleza y la usurpa. Aparece la idea del invernadero cósmico (hoy traducido en un efecto atmosférico sobre cuyas consecuencias no hay muchas certezas), la imagen mil veces vista de la campana de cristal que cubre como una pompa salvífica y frágil el resto arqueológico de una naturaleza perdida bajo el alquitrán y el cemento. Hoy, al final de ese siglo que no comenzó con buen pie, lo que queda III La última intervención artística de Domingo Sánchez Blanco se llevó a cabo en la Universidad Autónoma de Madrid el 21 de mayo de 1998, y consistía en el traslado en coche fúnebre de un cadáver momificado que conserva la Facultad de Bellas Artes de Salamanca desde esta ciudad hasta el salón de actos de la Autónoma. El momento culminante del acto fue la mostración del cadáver ante el público congregado en el auditorio, pero, previamente, durante el traslado, un grupo de colaboradores en el lugar de destino fue dando noticia a través de un teléfono móvil de los avatares del viaje en un panel situado en el vestíbulo de la facultad de filosofía. También con anterioridad a ese momento (extracción del ataúd de aluminio y apertura de la funda y la mortaja de plástico con que había sido envuelto el cuerpo) hubo algunas intervenciones teóricas. El título de la obra es “Text-Mix, Road Movie, parte I”. Esta intervención se inserta en un proyecto todavía en marcha basado en la idea de la Road Movie como viaje infinito. Al igual que en otras muchas obras de Domingo Sánchez el soporte no es otro que el rastro documental del evento, el recorrido fotográfico o la crónica de quienes le acompañamos en ese viaje. “Text-Mix” hace referencia al tejido textual que Domingo Sánchez “requiere” en torno a su proyecto. Sobre esa idea básica del viaje, sobre la estética del asfalto, el color de las carrocerías o el paisaje minimalista de una Castilla desertizada, los textos crean un mapa de carreteras interconectado a través de una frase, de un símbolo o de una idea, y cada nuevo participante amplia el conjunto desde cualquiera de sus sugerencias. El calado artístico y mítico del “viaje” es ancestral, está en la literatura de todas las épocas, la ausencia de una finalidad concreta es la voluntad netamente estética de escapar al “destino”, tanto el geográfico como el vital, de no llegar a él a pesar del movimiento. En la última obra a la que aludimos, además, el objeto del transporte era un cadáver. La riqueza de significaciones se dispara fácilmente a través de las obras de Domingo Sánchez, sus “actos” están cargados de una evidente ritualidad y, por lo mismo, de símbolos indeterminados cuya clave se nos brinda incompleta.
Muchas de las acciones llevadas a cabo por este artista tienen como objeto un escenario natural o una determinada relación con materiales pobres o de desecho. La órbita de tendencias en la que podría situarse su obra estaría, según esto, aparentemente clara. Pero como sabemos, y como veremos, el etiquetado “land art” o arte “povera”, aun como una asimilación constatada de ciertos comportamientos artísticos, no es sino el funcionamiento eficiente de un repertorio plástico al servicio de una serie de propuestas de este artista, insertas, a su vez, en una nueva coherencia de la que sólo puede dar fe la complejidad de su trayectoria. Este sería el caso de la serie Mortero Bastardo 2 y de algunas de las partes que componen Show 3 . En “Text-Mix, Road Movie, parte I”, de la que aún no hay una edición en catálogo, podemos encontrar, de nuevo, una clara sugestión en torno a lo natural a través de la idea del paisaje y del cuerpo muerto como visión plástica y ritual. Pero, ¿de qué forma puede servirse hoy el artista del referente “Naturaleza”? ¿Cómo entra en la obra actual esa mutación del sentido a la que antes aludíamos? Y, más en concreto, ¿cómo incorpora Domingo Sánchez ese concepto en su actividad? IV Frente a la acuñación de Gillo Dorfles, “antinaturaleza” 4 , que designa un estado de alejamiento o de inautenticidad del hombre contemporáneo, la obra de Domingo Sánchez parece promover otra idea de nuestra interacción real con el paisaje. Se instala en él de forma participante, asumiendo la realidad de que la tierra se deforma con nuestras pisadas y que nuestro habitar altera el entorno con el roce necesario de la familiaridad. Su trayectoria artística se basa en un trato con los materiales en el que lo pobre o lo precario sirve para reelaborar el altar de sus ritos: desde el más atávico de la excavación 5 , hasta el más complejo en torno a la muerte. La obra de Domingo Sánchez Blanco está alejada del sesgo ideológico con que se ha cargado tantas veces el tema de la naturaleza. Se aleja, al menos, de una visión recuperacionista o salvífica. No es un ataque al medio tecnológico, sino una apropiación estética del espacio de hibridación en que se ha convertido nuestro entorno habitable. En ese paisaje irreversiblemente transformado, recorrido de asfalto, es donde la naturaleza, en su dura convivencia con nuestro despliegue de habitabilidad, acaba incrustada en los radiadores del coche. La nueva visión que se plantea tiene como referencia una vida salvaje infiltrada en nuestro entorno; o bien, un entorno cada vez más infiltrado en la vida salvaje por el mismo afán ecologista de mantener ese contacto originario, por el intento saludable de habitar más cerca de lo incontaminado. Hoy en día los halcones anidan en los rascacielos de Manhattan y se alimentan de palomas; las mismas que los ancianos ceban en los parques. Esta nueva condición de lo natural en nuestra conciencia determina la incorporación que Domingo Sánchez hace de este concepto, la manera de integrar el paisaje en la semántica de su obra. Esto, por el momento, es sólo una interpretación semántica o ideológica de la obra de un artista (referida además a un tema concreto). Pero no por ello nuestra lectura ha de ser ajena a los componentes formales de esa obra. Mostrarlo sólo dependería de una ampliación de los límites que nos hemos impuesto. Si recurriéramos (por qué no) al convencionalismo de las etiquetas deberíamos aclarar de antemano que estamos hablando sólo de una de las “tendencias” que operan en una obra que recoge gran variedad de registros. Y, en lo referido a la naturaleza como tema de sus obras, frente a cierta ambición megalómana del “land art” histórico, Domingo Sánchez practicaría una modalidad peculiar que, de manera algo ingenua, quizá pudiéramos llamar “povera land art”. El paisaje de sus obras es humilde, dignificado sólo en el testimonio fotográfico, y la acción y sus consecuencias plásticas no vienen determinadas por una elaboración escultórica, sino puramente ritual. El protagonismo se reparte entre el hombre y los materiales. Domingo Sánchez, habida cuenta de la secuencialidad lógica entre el “povera” y el “land art” en su aparición histórica, llevaría a cabo una regresión de éste último a su etapa humilde de manipulación cercana y familiar del paisaje. Con la imagen elemental del agujero en la tierra no pretende abrir un cráter que exhiba su plasticidad en la grandeza, sino dejar constancia de un ritual íntimo que dará lugar a diversas acciones de signo distinto, que dará forma variada a unos mismos materiales en significados o símbolos entrelazados en el calmo proceso en el que se desenvuelve su trabajo. En Show 6 un mismo conjunto de tablas puede servir para apuntalar un árbol joven o para converger a la inversa en un hoyo excavado en la tierra y aparecer como un extraño cactus de madera. Pero desde la precariedad de esos materiales, de nuevo en un estado de “seminaturaleza”, la experiencia estética se convierte en un evento inmediato, equivalente a ese rastreo infantil e inquietante por las escombreras de la periferia, al asombro o al miedo de levantar las piedras hundidas en la tierra y descubrir el mundo que esconden. La pobreza de los materiales en la obra de Domingo Sánchez no tiene estrictamente una función ideológica, sino que sirve para acercar de manera radical el arte a la vida. Lo artístico puede aparecer así como la experiencia primaria del viaje, como una actividad afanosa y cotidiana que no tiene objeto. Por todo ello, en un análisis estructural de su obra habría que acudir a las formas que adquiere esa ritualidad. Ya hemos dicho que el soporte de estas obras estaría en el testimonio documental y, últimamente, en el caso de “Text Mix, Road Movie”, en la crónica literaria y en la confluencia de textos ajenos. Esta derivación discursiva de su obra tendría implicaciones muy complejas en las que no podemos detenernos. Pero, lo que es evidente en todo caso, es la dependencia que se establece de ciertos soportes (fotografía y vídeo) como exigencia axiomática de la recepción. En su obra Hooligans 7 el artista recoge una serie de fotografías de su rostro con diferentes gestos. Cada uno de estos gestos viene acompañado por el nombre de un escritor muerto: Samuel Beckett, Truman Capote... de forma que esa acción gesticulante y elemental se constituye como una suerte de retrato que nace del propio rostro, que nace de una expresividad obtusa y subjetiva a partir de la sugestión de algunos personajes admirados. La obra consiste en un libro casi artesanal, confeccionado con fotos originales y textos del artista y de Fernando Castro en una edición muy limitada. Este tipo de obra radicaliza el hecho testimonial de la fotografía y deriva hacia un nuevo modo objetividad narrativa, textual, que se prefiguraba en Mortero bastardo y en Show, y que parece confirmarse en su “Text mix”. V Quizá uno de los problemas más interesantes que heredamos del arte en las tres últimas décadas sea la relación entre el soporte y la obra cuando ésta consiste en un evento efímero. La mayoría de los comportamientos vinculados con el conceptualismo requieren una fijación documental y, paradójicamente, en el supuesto intento de huir de la objetualidad, se crea una nueva periferia de materiales, un nuevo soporte, en la recogida de una obra desde la mirada fragmentaria de la cámara. Esta relación entre el soporte y el evento puede verse como problemática o contradictoria si se sigue manteniendo la idea de una oposición entre el “arte objetual” y el “arte de concepto”. Pero esta dualidad, que se reveló de una indudable eficacia para interpretar el arte de hace unas décadas de la mano de críticos como Marchán Fiz (sería interesante en este sentido estudiar el índice de impacto bibliográfico que siguen teniendo algunas de sus acuñaciones), manifiesta ahora, en la misma medida de su éxito, la incapacidad de la crítica posterior para desarrollar otras propuestas teóricas que den cuenta de las nuevas relaciones que se establecen entre estos términos. El estatuto ontológico del objeto artístico sigue siendo hoy un problema, y no puede resolverse una tensión semejante con la sola virtud de una intuición heredada. Afrontar la acumulación de nuevas significaciones en el empleo de esos soportes, o, simplemente, aceptar la posible disolución en la actualidad de ese antagonismo, es tarea que no debe valerse de la inercia de una hazaña teórica del pasado. En la obra de Domingo Sánchez Blanco, “Text Mix, Road Movie, parte I”, la memoria del evento no sólo actúa como significante, el proyecto no se termina en el “suceso”, sino que se despliega narrativamente más allá involucrando nuevos marcos textuales: permisos de sanidad, protocolos de invitación y aceptación del evento entre las dos universidades, comentarios teóricos, aportes literarios de nuevos colaboradores... En estos casos de ambigüedad en las obras procesuales no puede decidirse cuál de sus distintos momentos tiene mayor rango ontológico. No tiene sentido la pregunta sobre cuál entre todos los productos derivados de la “acción” sea “la verdadera obra”. Ni el evento es el soporte originario por su anterioridad lógica y temporal; ni los documentos tienen la primacía por su capacidad de permanencia. El carácter último de la obra es relacional, se sostiene sobre la recepción entrecruzada de tantos interlocutores como sean capaces de entrar en su juego, la obra “existe” en esa red receptiva a través de sus sucesivas manifestaciones: el acontecimiento, la documentación fotográfica en la sala de exposiciones, y más tarde en las revistas, en el catálogo... Ahora bien, sería importante notar algo que sólo puede quedar ahora como una tenue sugerencia final: Es curioso, a propósito de las anteriores consideraciones sobre el soporte material de la imagen y el evento en sí, cómo reencontramos el trasfondo ideológico que hemos descrito en torno a la naturaleza y la muerte, ya sea de los objetos o de nuestras acciones. Ante la idea contemporánea de la corruptibilidad del objeto artístico, reaparece, tácita, la idea de la corruptibilidad de la materia, la misma que llevaba a los antiguos pintores de “naturalezas muertas” a medir su arte con un cúmulo de cuerpos pendientes de putrefacción; en definitiva, a luchar contra el tiempo tratando de capturar su “naturalidad”. En un discurso paralelo y desconectado en el tiempo, este artista, nos presenta la recreación del rito de la muerte, y presenta plásticamente el desvelamiento efímero de una imagen de la corruptibilidad. 1 Es paradójico que, si reorientamos esa antinomia a su origen kantiano (libertad / naturaleza), el resultado sea que el ingente esfuerzo por hacer posible nuestra libertad frente a los condicionamientos naturales, en efecto, haya acabado por someter esa otra “libertad” de nuestro medio ambiente, haya acabado por recluirla en los zoos piadosos que ahora la protegen. En este sentido la crítica a la ilustración de Adorno y Horkheimer ya contenía una muy aprovechable veta ecologista que muchos han sabido ver. 2 SÁNCHEZ BLANCO, D., Mortero bastardo, Galería Bacelos, Vigo, 1993. 3 SÁNCHEZ BLANCO, D., Show, Galería Bacelos, Vigo, 1997, con texto de Fernando Castro y poemas de Víctor M. Díez. 4 DORFLES, G., “Naturaleza y antinaturaleza”, en MADERUELO, J. (ed.), Arte y Naturaleza, Diputación de Huesca, Huesca, 1995: «Y probablemente ahora nos damos cuenta de que la vuelta a la naturaleza, al status naturae integrae, etc., puede ser entendida como la otra cara de una existencia llena de logros tecnológicos y de fugas de la realidad (¿o podríamos definirlos como “fuerzas demoníacas, tentaciones luciferinas”?), ya sea que estas fugas se realicen por medio de “universos ficticios” creados por ingenios electrónicos como por sustancias alucinógenas, drogas, luces o ritmos psicodélicos. En definitiva, todos los factores que han desnaturalizado nuestra personalidad de manera tal que ya no nos permiten distinguir entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo natural y lo antinatural.» P. 71. Acaso precisamente por tratarse de Dorfles resulte si cabe más decepcionante esta cansina reedición de los conflictos de la “inautenticidad” y de la “desnaturalización” de nuestro tiempo (conflicto que tuvo su momento histórico y fue la raíz biográfica y epocal de una serie de pensadores). Curiosamente, algunos temas, por lo general desbordantes en su complejidad, imponen una extraña urgencia en las explicaciones y precipitan acentos morales con tendencia a lo maniqueo. La Naturaleza es uno de esos temas y hasta los discursos más lúcidos parecen doblarse ante un delicado asunto hacia la opinión más tópica o hacia la posición del más fácil “humanitarismo”. Paradójicamente, ese intento de esencialismo en lo humano, la nostalgia de lo auténtico y originario de algunos ecologismos, es sin duda el impulso que más nos distancia de la naturaleza. 5 Show, Op. cit., p. 16. 6 Show, op. cit., pp. 7 y 8. 7 SÁNCHEZ BLANCO, D., Hooligans, Espacio de Arte Contemporáneo El Gallo, Salamanca, 1996, prólogo de Fernando Castro. BRUMARIA / Conciencia Histórica y Arte Contemporáneo / Toda Práctica es Local © Víctor del Río 2010

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