Seguro que todos ustedes conocen el logotipo en cuestión. El perfil de un conejito (presumiblemente conejita) que adorna su cuello con una pajarita. En el pasado servía para identificar a una de las revistas eróticas de mayor tirada: Playboy. De alguien que apuesta decididamente por el sexo como mercancía lo primero que cabe decir es que desde luego va a lo seguro. Hoy en día conseguir imágenes de gente en actitud disoluta está al alcance de cualquiera. «Diversificarse o morir» han debido de pensar en la industria de la disipación. El caso es que los de Playboy han autorizado el uso de su famoso distintivo para que dé lustre a ropa y complementos.
Cuando iba subiendo por las escaleras del metro me ha dado por fijarme en lo pies de los que me precedían. Y he aquí que me he topado con unas zapatillas decoradas con el conejito de marras. Levantando la vista para ponerle cara a la dueña ―las zapatillas eran rosas y algún tipo de automatismo se ha disparado en mi cabeza― he dado con una señora. De las de pendientes de perla y marido con jersey anudado al cuello. Ahí es nada.
La divulgación masiva contribuye a desactivar no sólo el aura que obsesionaba a Benjamin sino cualquier rastro de peligrosidad. Las cosas ya no son lo que eran. Las Vegas se parecen más a Disneylandia que al escenario donde tiene lugar la fabulosa «Casino» de Scorsese. Me encontraba enredado en estas conjeturas cuando, de pronto, la Puerta de El Sol me deparaba otra curiosa escena: ¡han cambiado de sito la estatua del oso y el madroño!
Lo más sensato sería pensar que ambos hechos ―lo de las zapatillas del conejito canalla y el desplazamiento del madrileño símbolo― no están relacionados, pero, qué quieren que les diga, la experiencia de semejante yuxtaposición me ha dejado la sensación de estar asistiendo a una performance. Así que no descarto que todo esto forme parte de algún tipo de intervención llevada a cabo por ilustres miembros de esta tribu. Confiesen. De ese modo dormiré más tranquilo.
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